Entonces, Soledad Álvarez
Nada es tan dócil como la poesía para dejar que los muros se quiebren
Entonces, Soledad Álvarez. Tres tiempos y una sola herida recóndita, hundida en la memoria como una zarza ardiente, como una sola seña de identidad donde el olvido no logra empujar escapatorias porque el recuerdo irrumpe para transgredir normas y siluetas, las que fueron bordadas sobre la conciencia y sobre el insondable amor y sus secuelas.
Entonces, Soledad Álvarez. Como la señora sin límites, como la muchacha urgida de quereres que se crecieron y se esfumaron en la marea de las contradicciones, en el abandono y en la villanía y en las batallas perdidas y en las ausencias sin detalles.
Nada es tan dócil como la poesía para dejar que los muros se quiebren y el amor que no fue o sí lo fue, enmarañado, soliviantado, herido, se levante de su sueño quebrado para irrumpir en la palabra que descubre un Yo íntimo que transcribe un autoconocimiento del, a veces, largo viaje que la vida impulsa. Tránsito de sombras y nombres y ayeres que nunca terminan de esfumarse. La poesía no lo permite. El recuerdo camina junto al poema para que no se escape nadie en el trayecto.
Pocos, tantas veces, entienden este discurrir de la poesía cuando construye la inducción del Yo para infatuarse en la realidad vivida del hecho irreparable y la cólera residenciada, tal vez para siempre, en el amor escapado o en el amor hervido de placer o en el amor flemático, timador del sueño, que establece límites compulsivos y secretos a su propia realidad y abatimiento.
Entonces, Soledad Álvarez. Primer tiempo. Describe la frustrada carrera cuando se espantan los pájaros del sueño, donde el amor anillado, “atados los pasos a la tierra”, matrimoniado en la cotidiana trama de la rutina, se asienta en el vacío y abre sus labios para sonreír sin más espanto que el que la vida le depara. Y entonces, crece la ficción del amor. Ella cree en el amor prometido, en la sortija colocada en uno de sus dedos, abierta ya la ventana del deseo, en el ¿hasta que la muerte nos separe?, y entonces, entonces, el hastío, la soledad, la quebradura ancha que no cierra el conducto de una sangre que no cesa, hecha ahora palabra y testimonio.
No es sólo el Yo femenino surcado de agravios, es también el Tú empachado del cortejo, de pasos y sombras y humores que cerraron ilusiones y rituales y algarabías, que se las tragó el tiempo, los ocasos anfibios del tiempo, el tiempo y sus inagotables descarrilamientos. No sé si es así que debo decirlo. Así lo pienso. El tiempo, hacedor de la estructura del Yo lastimado cierra las compuertas del delirio en una casa, la casa de los desposados, donde el nido de amor se convierte, casi de pronto, en campo de batalla. La poeta hurga en el trastero de los recuerdos para buscar la salvación del Yo cuando el Tú no ha querido (re)conocer que la mujer del poema, la casada que ahora reconstruye la argamasa de su historia, el matrimonio la ha “sembrado de minas explosivas por el desencanto”, que la cocina es ya “trinchera para la muerte” y que, “hasta el baño” es el “último refugio cuando llueven las balas y el llanto”.
La poeta camina sobre contradicciones. La memoria de un ayer ¿vencido?, de un pasado de compulsión destructora, en tanto redime el diluvio del fracaso, y desde otro ángulo, del ejercicio del amor truncado redefine la vida desde el Yo poético compareciendo para justificar lo que el amor no es capaz de resarcir o no será nunca capaz de enmendar. El amor sigue su curso “como gota de agua sobre una roca”, a pesar de olvidos, silencios, ejes opuestos entre los amantes que permiten -¿permiten u obligan?- a que el amor matrimonial tenga esa extraña y sensible cualidad “de ser y no ser al mismo tiempo”.
Es hora de bares y boleros. Segundo tiempo. Entonces, Soledad Álvarez, ahora relata añoranzas y desvelos. Noches desnudas que recuerdan nombres amados, vidas devoradas por “los perros del olvido”. Ella no es feliz. No puede serlo. Hay una despedida surcando desdichas, abandonos. El Yo esta vez va “vestido de encaje negro” y el Tú, ensoberbecido tal vez, ¿o sí?, del “argumento de la ley y la razón”. Van a dejar que la ardiente pasión se escape, que el corazón del Yo sangre, que el bolero surque el momento de escurrir el amor y que la noche, pasado el tiempo, aún siga existiendo porque la felicidad no llega todavía.
“Tonta, queriendo bordar el aire/ te equivocaste de nuevo/ y sangrarás te coserán la pena/ dolerá”. La cicatriz de la infancia acontece en cada requiebro. La cicatriz de la noche suicida exhibe una jornada perdida. El Tú se escapa. No hay forma de detenerlo. Sólo el poema lo retrata y lo congela. Entonces, Soledad Álvarez escribe uno de los mejores poemas de un relato de transfiguraciones que, entre boleros seguirá reescribiendo “un punto sangrante entre dos tiempos”, sin finales felices. No existen.
La crónica de los bares inolvidables, de Felicia que encendía con su voz “la brasa de la apetencia”, mientras las quimeras quedaban rotas en el silencio y la pena espectral dejaba el polvo de lo que no pudo ser, de aquel que no quiso, o no pudo, tocar la puerta para entrar. En el bar donde Felicia se extravió en el abandono, la poeta espera al que no vendrá, lo mismo que cuentan siempre los boleros. Y la vida.
“No hay nada más real que lo que se desea/ nada más irresistible que el hechizo de la felicidad/ si hubiera advertido sobre su cabeza el celaje de la desgracia/ la trampa en la sed del desnudo/ igual habría ido detrás de ti como perro tras la sombra/ esa noche y todas las noches:/ no basta la vida sin la dicha breve/ ni el bar sin el eterno retorno de la pena”. La poeta ha construido de nuevo otro poema superior, dentro de este conjunto memorioso. Ella describirá los bares adonde la llevó la vida “para abrevar la sed nocturna…bares para decir adiós y emborracharse/ bares para lamernos las heridas”. Bares de Santo Domingo y de La Habana que no pueden olvidarse, como muchos amores.
Y entonces, Soledad Álvarez. Tercer tiempo. El tiempo oscuro. Cuando el Yo percibe que el amor que la habitaba se ha ido, se fue al mar como Alfonsina, “al mar de la historia de siempre/ en la balsa de los vencidos de siempre”. Es tiempo de otras preocupaciones, de otras ruinas, de otros amores. Los de una humanidad acorralada en la “espalda de los refugiados…en campos donde no hay árboles ni crece la hierba”. Los campos de las mujeres afganas, de sirios que escapan de la guerra civil, de muchachas somalíes “que huyen de la guerra y el hambre”. Entonces, es otro ahora el dolor. Se deja atrás el amor del Yo abandonado para configurar el Otro del dolor aterrado. Es amor de humanidad, con “todas las vidas rotas”. Hay incendios en la Amazonia, los jaguares están acorralados en “las llamas del fuego” destrozando “con sus dientes rojos el flanco de los árboles en la Araucanía”, mientras en Australia “calcinan bosques/ y los koalas despiertan entre los eucaliptos de su abrazo al espanto”. La pandemia que se llevó amigos. Las imágenes de Ucrania invadida. “Ese tanque que llega del más oscuro pasado”. La poeta descubre otros amores rotos, los de una humanidad que conoce el dolor, el abandono, la tierra perdida; de animales perseguidos por la hambrienta codicia del hombre, enfrentado a la naturaleza para extirpar su riqueza o para apropiarse de ella. Dos amantes se besan en el momento en que están ocurriendo estas vicisitudes en el mundo. “Que del cielo del amor caiga la lluvia/ para la tierra herida por el hombre/ quemada por el fuego”. La sensibilidad de la poeta descubre, ¿redescubre?, este vacío y esta pena.
Un amigo en su escenario, María Zambrano en su luz de misterio, una luna de sangre frente al “balcón de la casa donde me desnudaste y nos amamos”, una sacerdotisa del tarot que anuncia cataclismos en su vida y que le dice que tendrá que morir al pasado, “al que amándome se sacrificó sobre la piedra solar de la infancia”, el poema que sigue “escribiéndose en el silencio del cuerpo”, los difíciles reencuentros con “hombres a los que amaste y que juraron amarte/ con los que compartiste la cama”, que ahora no los reconoce porque están “mordidos por el tiempo/ más gordos/ más cansados/ alguno más calvo”. La poeta busca el poema que salva en este tiempo oscuro. “Después de que el amor termina/ así de sabio es el olvido:/ así sobrevivimos a la muerte”. Y casi al final, el interludio que pudo ser epílogo, rememora el instante inolvidable del abrazo, el beso “por el que valía la pena vivir”, el sentimiento del amor que movía cielo y tierra, para pensar que después de tanto arder, de tanta pasión, de tanto fuego, “quién iba a decir que se iría así/ sin cerrar la puerta/ sin decir nada”.
Breve, formidable y valiente poemario de Soledad Álvarez, ganador del XXII Premio de Poesía Americana, que otorga Casa de América, de Madrid.
- Autobiografía en el agua
Soledad Álvarez, Amigo del Hogar, 2015, 93 págs. “Una y otra vez solo el vislumbre/ destello de tu presencia./ Sólo tú me salvas, poesía”.
- Vuelo posible
Soledad Álvarez, Amigo del Hogar, 1994, 74 págs. “Si pudieras saber qué queda de ti de las cosas vividas/ en qué lugar aguardan los ayeres”.
- La ciudad en nosotros
Antología, Soledad Álvarez (Selección, notas y prólogo), Ediciones de Cultura, 2008, 258 págs. La ciudad en la poesía dominicana. Cincuenta y seis poetas. “Esta es la ciudad azul azul/ y estos son los fastos de su muerte”.
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