Reverso de postal
Soy de los que vienen al mundo con el gen del pesimismo incorporado
Como yo soy de los que vienen al mundo con el gen del pesimismo incorporado, no creo en el ser humano porque sí, en abstracto, ya que tonto no soy y sé que es muy capaz, en cuanto te descuidas, de todo lo contrario de lo que se propone. Creo, eso sí, en las personas (nótese que digo creer en, no querer a, porque se puede creer en, y mucho, sin querer a, que es otra cosa, y espero que se me entienda; aunque, si no, da igual), y deseo empezar este año deseándoles a todos, incluso a mis enemigos, los conozca o no, porque ya sé que hay muchos que practican la enemistad a distancia y por fotografía, una nueva modalidad de la era tecnológica, a todos, vuelvo y digo, mucha felicidad, esa otra gran ficción de temporada. Que les vaya bien con los restos del covid, con la guerra de Ucrania, con el desorden institucional, con la inflación, con sus excedentes y sus plusvalías, lo mismo que con las menudencias cotidianas, los motoristas, los comunistas que quedan, los periodistas que no lo son, los profesionales de las diversas ramas, los curas que dudan de su fe, los ateos animistas, que los hay, con el diablo y su hermano y, sobre todo, con nuestros políticos, que no acaban de dar más que en su propio blanco, que no ven dos en un burro, aunque como individuos sean de lo más simpáticos. Les deseo lo mejor a los haitianos, que son un tema que para qué contarles, que solo se sostiene como tal cuando los consideras humanitariamente (pobrecitos, los pobres, y te echas a llorar), y no como un problema de este gordo que, repito, va derecho a un conflicto con el que, como siempre, no sabremos lidiar, o muy poco, dependiendo en tal caso de quién o quiénes gobiernen cuando al fin se produzca.
Y, ya que estoy en eso, les deseo lo mejor incluso a los que se agarran de ese humanitarismo discutible, y a veces demagógico, y de la compasión que nos producen los susodichos para obviar tantas cosas que no pueden obviarse, o que viven repitiendo insultos repetidos y sin ninguna gracia ni originalidad, de tan oídos. No necesariamente por maldad, sino porque tampoco ellos saben qué hacer, cómo abordar el problema y, menos todavía, solucionarlo. Tal parece que lo dejan en manos de la providencia, que a lo mejor sí sabe, y no en las de quienes, por dominicanos (incluyéndolos a ellos), tenemos el deber de darnos a respetar, en vez de estar todo el día pensando en conseguir la visa de paseo, la dichosa B1, esa que nos produce el sosiego tercermundista de saber que podremos viajar a Nueva York, que ya no es un estado, sino un país, por si no lo sabían. Bienaventurados los que la han conseguido, empezando por mí, que la obtuve hace poco. Y lo extiendo, ese deseo, a todo el que lo acepte, por simple tradición inevitable y porque siempre he creído en lo pagano de estas festividades, que no es, sobra decirlo, Navidad, sino lo otro, Año Viejo, Año Nuevo, en el que renovamos, ¿qué renovamos?, nuestros votos de no se sabe qué, como los curas lo hacen con su fe, y ciertos matrimonios con lo suyo.
Todo eso está muy bien, anhelos, ganas, ínfulas, planes, proyectos y simples fantasías, pues de algo hay que vivir, y con el solo impulso de avanzar que exhibimos, con ese solo gesto, nos basta y hasta nos sobra para seguir pensando que el progreso es real, que las máquinas nuevas, los decibelios más o menos gratuitos, las ondas hertzianas añadidas, las señales satelitales, el bitcoin y todas esas vainas tienen su equivalente, o su reflejo, en nuestro propio ser, el cual, de ser así, mejora en la medida en que lo hagan tales maravillas, independientemente de que, entre abril y junio, o por ahí, redescubramos que seguimos igual, que no hay equivalencia ni correspondencia, que no somos mejores ni peores, sino idénticos, la mismidad del ser, los mismos individuos magistralmente descritos por algunos, como Gardel y el viejo Maquiavelo y los sagrados libros de la Biblia y las grandes novelas del universo mundo, y que ya para julio, poco más o menos, digamos que entre julio y septiembre, nos topetemos con el que fuimos para esas mismas fechas de solo un año antes, agotados, cansados, enredados de nuevo en la madeja del tiempo y preparándonos para otro gran fiestón lleno de pavos y cueritos de puerco, mucho ron, muchos abrazos, mucho enamoramiento de la vida y una petición de cambio que los Reyes jamás nos ponen cuando toca y la Vieja Belén de ningún modo, o menos todavía, la pobre vieja.
Dos mil veintidós años en lo mismo y miles de años antes del punto cero de la era cristiana (catorce mil millones de años hace que se produjo el primer big ban, según la ciencia, esa otra loca de la casa) y no aprendemos nada, tal vez porque la felicidad consiste en eso, en no saber adónde vamos ni de dónde venimos, como decía mi querido Rubén, y un calentón al año no hace daño, o en saber que no somos sino Sísifo (el fundador de la Sisifolosofía, cuya base conceptual lo dice todo: insistir en lo mismo), Sísifos redivivos, y que no queda otra que subir otra vez la misma piedra, sisifolosofal, en este caso, para caer de nuevo desde la misma altura a encontrarnos con todos los que, como nosotros, se repiten. ¿Por qué la sensación de que no hay forma, por empeño que haya? Unos cuantos humanos, como Mandela, o Gandi o incluso (retricciones aplican) el turco Ataturk, y otros, muy contados, nos hacen concebir que sí podemos. Pero la algarabía de, por ejemplo, los mundiales de fútbol, o cualquier otra disciplina deportiva, de esas capaces de concitar el aplauso de una inconmensurable muchedumbre de gente fuera de forma, pasada de libras e incapaz, por lo tanto, de emular a sus espectaculares y, nunca mejor dicho, dioses balompédicos, junto a otras expresiones del ser en sí kantiano (también sartreano) que en el fondo no somos, o esos multiplicados adoradores, no de dioses, de voces, que llenan explanadas para eso, nos impiden abrigar mínimas esperanzas. “Paz, paz”, gritan algunos, pero nadie la impone o la practica. “Guerra” no dice nadie, pero andan por ahí unos tipos terribles que a la más mínima se olvidan de nosotros y les tiran un fósforo al gas inflamable, al petróleo que arde o a la incendiaria gasolina. ¿Qué hacemos? Lo que nos dice Sísifo, como colmo de la resignación pagana, es que sigamos tal cual, inmutables, repitiendo los ritos que todos nos sabemos de memoria, porque la constancia es una de las formas de la fe y hasta de la esperanza. Sísifo, a lo mejor, no la tenía —fe, quiero decir—, y menos esperanza, pero constancia sí, y de sobra. A las pruebas me remito. Todavía anda el bendito sube que te baja, lo mismo que nosotros, desorientados y sisifolosóficos contagiados de sueños que reanudamos, en este nuevo enero, el rito de cargar nuestra piedra con la nostalgia crítica del pasado y una esperanza incierta, pero real, en el futuro con la que, al menos yo, no sé muy bien qué hacer. Solo que nada de eso me preocupa ni así. Como lo mío es, por genético, difícil de curar, lo que hago es mantenerme ojo avizor, por si acaso me dicen que ya hay células madres contra el mal que me aqueja. Dicho lo cual, y sin pizca de ironía, Feliz 2023. Esta vez de verdad, y muy sinceramente.
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