Jingle bells
Los acontecimientos de los últimos meses, o semanas, consecuencias, según los entendidos, cuando no del covid, de la marcha del mundo, han hecho que decenas y decenas de compatriotas hayan querido exponer su opinión acerca de lo que nos sucede, que no es poco.
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre; una cuerda sobre un abismo”, dice Nietzsche, o, más bien Zaratustra, su alter ego. (El hombre aquí, distinguidas señoras, incluye a la mujer). Y yo me pregunto ¿y los países?, ¿entre qué extremos estamos tendidos (por ejemplo, sin ir más lejos, para no buscar más), los que nos llamamos dominicanos?, ¿sobre qué cuerda andamos?, ¿qué funambulescos malabaraes nos toca hacer para seguir adelante, aunque sea tropezando? Mucha gente no verá o se resistirá a ver la relación entre una cosa y otra. Pero la tiene. Y no es que quiera ponerme nietzscheano ni emular a Zaratustra, ese tremendo personaje. La inquietud me viene, entre otras cosas, porque así como procuro leer a Nietzsche, también leo con extremo cuidado ––guardando la distancia, por supuesto––, a los dominicanos que escriben artículos de fondo en nuestra prensa, se supone que siempre imbuidos (diferencias al margen) de muy buena intención.
Los acontecimientos de los últimos meses, o semanas, consecuencias, según los entendidos, cuando no del covid, de la marcha del mundo (las mejores excusas de la década), han hecho que decenas y decenas de compatriotas hayan querido exponer su opinión acerca de lo que nos sucede, que no es poco. Todo, desde el fantasma de Dessalines hasta el de Pablo Escobar ––Trujillo, cosa rara, se ha mencionado poco––, ha salido a relucir en esta especie de mostración del ectoplasma en que nos hemos embarcado, casi en cuestión de días, para quejarnos y dolernos y protestar, incluso, acerca de la crisis, fugaz, pero real, por la que, en un momento, atravesamos, un poco a la manera del que cruza el abismo de que habla Zaratustra. Hacía mucho que no se peroraba tanto, y tan seguido, de un tema esencial como se ha hecho últimamente en lo tocante a la muy complicada problemática haitiana. Hacía mucho también que no había habido una reacción tan manifiesta y unánime frente al desliz diplomático (o clara intromisión en lo que no se debe), de nuestros anfitriones por excelencia, que ya sabemos quiénes son.
No sé si a los alumnos de nuestras universidades les encargan este tipo de tareas o ejercicios, pero sería muy de agradecer que llevaran a cabo, ahora que es Navidad, un recuento exhaustivo de, primero, cuántos artículos sobre el asunto han llegado a publicarse; segundo, cuáles son, en el conjunto, los puntos más frecuentemente tratados; tercero, cuáles y cuántos clichés se repiten más a menudo; cuarto, en cuántos se ha coincidido (una columna) y en cuántos no (otra); quinto, qué personajes y hechos históricos han salido más a relucir; sexto, en qué lugar, y cómo, ¿mal parada?, ¿bien parada?, ha quedado la responsabilidad dominicana y en cuál la de los otros en el enredijo de culpabilidades, acusaciones, consideraciones de carácter moral y aprovechamiento político que conforma el tinglado; séptimo, quiénes abrevian o se explayan más; octavo, qué tipo de innovación léxica, si alguna, ha traído tanto hablar de lo mismo; noveno, a qué conclusiones válidas y factibles se ha podido llegar y, décimo, cualquier otra característica digna de destacar y que se me haya escapado.
No hago la sugerencia porque tales aspectos me interesen per se, sino porque sí creo que me ofrecen (a tenor de la emotividad puesta de manifiesto tan descarnadamente) la oportunidad de traer a colación algunas personales inquietudes. No sé ustedes, pero yo hace bastante (de todo hace bastante) que vengo percibiendo una despersonalización del ser nacional que me llama bastante la atención. Y no me pidan pruebas, por favor. En este caso, con los indicios basta. Me refiero a esa especie de cualquierización de lo propio a que nos hemos entregado impunemente, convirtiendo de paso nuestra naturaleza social y hasta histórica (nuestra real importancia en el contexto) en una referencia insustancial y tambaleante. Debe de ser la edad o la marca generacional, pero así es como lo percibo.
No se trata de que hayamos perdido ni de que estemos en trance de perder el amor por lo nuestro. En absoluto. Tal sentimiento forma parte de una tendencia atávica imborrable y no hay por qué temer que se nos diluya o se nos evapore. O no por ahora. Tal vez, eso sí, lo estemos expresando con un énfasis folklórico que con frecuencia excede lo razonable y contra el cual no habría oposición si, al hacerlo, no ocultáramos la parte reflexiva y necesaria, por aburrida que sea para unos cuantos, sin la que no hay manera de saber quiénes somos ni para dónde vamos. Quiero decir que hemos llegado a un punto en que parecería que no tenemos nada de que hablar o que somos incapaces de no hablar de lo mismo todo el tiempo. La política, no como disciplina conceptual, sino como cháchara partidaria, ha permeado el discurso de nuestra sociedad de forma tan excluyente que hasta los temas más técnicos y precisos se exponen en función de lo que dicha cháchara dispone. La impresión que se obtiene de una mirada atenta sobre nosotros mismos es, así, la de un colectivo (valga la palabreja) carente de sindéresis al que, para más inri, le da igual no tenerla. ¿Es así?, ¿no es así? Convendría, antes de rezongar, que pensáramos bien en el asunto, que no es baladí ni insustancial. Y voy a lo que iba.
Me parece a mí que las múltiples y recientes puntualizaciones sobre hechos y derechos, naturaleza, historia, esencia, circunstancia, dignidad y otros conceptos tan igual de valiosos (aunque hayan sido hechas tan a vuelapluma) a propósito de la absurda propuesta de todos conocida nos brinda una oportuniddad de oro para sacar a flote algunas verdades y valores que, al parecer, habíamos ocultado, o peor, olvidado. La parla navideña, que no es sino la misma parla del año que termina, solo que más intensa, a lo mejor ayude, en lugar de estorbar, para que meditemos la propuesta que hago. Conviene recordar que, entre una cosa y otra, nos estamos quedando casi en cueros en algunos aspectos esenciales. Los pensadores de hace solo unos años brillan por su ausencia, ya no nos dicen cómo ven el proceso, hacia dónde o por dónde. Los teóricos han desaparecido. De vez en cuando aparece un rabioso con infulas de tal, pero le dan un cargo y ya no hay interpretación del ser ni propuesta ideológica que valgan. A los poetas tampoco se les oye. Sé que los hay, y buenos, pero ni se hacen notar ni nadie los reclama. Los ensayistas, del aspecto que sea, ya no quieren, al parecer, estar en la palestra, andan como escondidos.
Somos una sociedad que ha dejado de pensar en sí misma (de pensarse), sustituida por la avalancha de los que la han convertido en una olla de grillos en la que ya es difícil que se haga un escaso minuto de silencio. Ya ni en los funerales. De ahí que las consideraciones coyunturales, pero a la vez muy serias, que he leído en la prensa últimanente (a la par de las muchas que se hacen para estar en el coro) en torno a la inoportuna intromisión, me causaran, no lo voy a negar, cierto entusiasmo. Me hicieron sentir que, pese a todo, nos mantenemos, en la tensión de que habla Zaratustra. Con el abismo al fondo, es verdad, y a lo mejor sin avanzar al ritmo aconsejado. Pero tensos, al fin. Ojalá que no quieran, ni pretendan, que dejemos de estarlo.
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