Para que nadie me haga caso
En cualquier opinión habrá gente en contra
No me gusta escribir de política, porque, cuando lo haces, la mitad de la gente, inevitablemente (es un cálculo exacto; lo tengo bien medido), esperan que digas que los políticos son esto o son aquello o lo de más allá, y la otra, que te concentres en tus adversarios, o en los de tu cuerda, y acuses y defiendas, según sea, sin separar la vista de esa zanahoria, como los burros de la tradición. La política es un ejercicio de suma dificultad, charlatanes aparte, y a mí me encanta, aunque no sepa practicarla bien, como otros, auténticas estrellas del compartido universo partidario. En la politica he conocido a varios malandrines y contemplado muchas “malandrinadas”, es verdad, pero tambien a gente, y no poca, de suprema decencia y dignidad, independientemente de que, al mismo tiempo, tengan que convivir con algunos capaces de prometer la luna y asegurarle a un moribundo que nada más morir lo resucitarán, con tal de que los siga hasta la muerte. Pero en fin.
El problema con los políticos es lo que ya sabemos, que todos dependemos de lo que hagan y de cómo lo hagan, porque de alguna forma tenemos que vivir, y es mejor si contamos con quien se ocupe de nuestro desorden y te lo venda como el enemigo de lo institucional, representado, ¿por quién si no?, por ellos, y no como la planta de la informalidad (que existe, de hoja deforme y además urticante) que los dominicanos cultivamos por gusto, o porque no tenemos otra cosa que hacer. Cierto que andan expuestos (los políticos, digo) a recibir de golpe nada menos que el fardo de la prueba, que debe de ser algo espantoso, a juzgar por el nombre. Pero por eso mismo no me interesa ocuparme de ellos ni de su ciencia infusa y sí, en cambio, de la sociedad que los produce, que es la dominicana y que hay que ver el camino que lleva.
En mi lectura de la prensa, o como se llame ahora, me sorprende encontrar no pocas opiniones, cuando no interesadas (y hasta esas), de una mordacidad sin duda llamativa con respecto al país, pobre país. En el capítulo del pesimismo dominicano, sobre el que conviene volver, por lo incitante, propongo que se haga una antología de, necesariamente, varios tomos de la cantidad de epítetos, insultos, definiciones grotescas, señalamientos, defectos y carencias que se publican a diario acerca de esta cosa que somos y de lo fea y deforme e imperfecta que es. Yo lo he intentado, pero, en cuanto reúno unas decenas de semejantes pareceres, me canso y abandono, no sin antes plantearme cómo puede quererse algo que nos produce tal rechazo y cómo, si podemos, no hacemos el esfuerzo por estar a la altura de ese tan elevado sentimiento.
Y que nadie pregunte lo que tiene que ver una cosa con la otra, porque mucho. Lo que quiero decir es que nuestra conducta colectiva, tan soberanamente irresponsable, ha convertido nuestra convivencia en un triste pandemonio en el que prima lo contrario de lo que debería, con la doble agravante de que no hay asomo de rectificación y de que, para colmo, pretendemos que la culpa de todo la tengan los políticos. Que la tienen, sin duda, ellos también, pero no en la medida en que nos empeñamos en echársela. Peores que los políticos los hay aquí por pila, pese a la cara de no romper un plato con que andan por la vida; y no me hagan hablar.
Le cacareamos tanto de ética al dichoso animal (Aristóteles dixit) que no nos acordamos de lo que significa la palabra en cuestión ni tenemos en cuenta que no es unívoca ni intercambiable; y menos que, en el terreno de lo colectivo, y quitando lo básico, hay tantas éticas como maneras de actuar y organizarse. Lo dicen los manuales. ¿O es la misma la del médico que se niega a practicar un aborto en condiciones extremas que la del banquero que desaprueba un préstamo con fines humanitarios? Esas dos negativas, ¿quién las clasifica, quién las empareja, éticamente hablando? ¿Son las dos igual de reprochables u obedecen, en cada caso, a una visión profesional ante la que se justifican y adquieren validez para ambas partes?
No necesitamos, a mi modo de ver, que haya una “ética política”, que es una pretensión más que engañosa y se presta a no pocas manipulaciones, a veces poco éticas, por cierto. La capacidad de irresponsable abstracción y desentendimiento de los que juzgan la conducta de otros es a menudo estupefaciente, en la primera acepción del diccionario: te deja estupefacto. Siempre se olvidan de la biblia, y de la viga en no se sabe qué ojo, y la paja en el otro, o lo que sea, que yo ya ni me acuerdo. Lo que necesitamos es que se practique una ¨política ética”, exigencia, esta sí, justificada, que parece lo mismo, pero que, al poco que lo pienses, te das cuenta que no, que lo primero es simple verborrea electoral y lo segundo pura concreción de lo que debe ser o conviene que sea. Lo cual nos lleva a la pregunta clave y que da tanto miedo: ¿es la sociedad dominicana, que acusa y juzga y critica sin freno, con razón o sin ella, una sociedad ética?
Poniendo la mano sobre el corazón, como Agustín Lara, respondería que muy a duras penas (por no decir que no, que es lo que pienso), sin que esto signifique que me sume a las filas del pesimismo de andar por casa que practicamos todos —nada nos gusta, todo nos disgusta— y con el que a diario nos topamos en la prensa, como señalé antes. El mío es de otra índole. Pertenece, más bien, al de los que se niegan a dejarse llevar por musiquillas más o menos turísticas y creen de verdad que atravesamos por uno de los más delicados (no diré peores) momentos de nuestra zarandeada trayectoria. Y que conste que no lo manifiesto con ninguna intención de carácter político. Al gobierno que hay le deseo lo mejor en sus afanes, (con un espíritu tan bien intencionado que casi me remonta a los días navideños), porque sé que no es fácil hacerlo bien para una sociedad que en el fondo no aprueba nada bueno (pese a las alharacas en contrario) y vive rechazando todo lo que trastorne, asi sea para bien de la gente, su consuetudinario trapicheo.
A estas alturas ya sé que más de uno pretenderá enmendarme la plana rechazando el planteamiento y acusándome de generalizar y exigir imposibles. Ay mísero de ti, ay, infelice, me grita Calderón, que siempre me acompaña. Pero yo no me arredro, pues no quiero. Hay sociedades éticas, insisto, porque ¿qué significa serlo, en términos sociales y de convivencia, sino civilidad, respeto a la ley —irrestricto, además— y todo lo que sea andar derecho? Las hay entre las tribus del Africa subsahariana y en países de más complejidad y desarrollo, para que quede claro. No estoy pensando ni en Finlandia ni en Suiza. Yo hablo de conductas colectivas, no de renta per cápita.
No niego que la nuestra lo sea en el plano discursivo y a lo mejor incluso en el intencional, que es más astral que el otro, pero ¿en la práctica? No lo dudo: lo niego. Si no, que alguien me diga cómo es posible que sigamos teniendo el mismo comportamiento, en cuanto a convivencia ciudadana y manejo de la cosa pública se refiere, que en los alrededores de 1900, por poner una fecha, el mismo compinchamiento, las mismas componendas, el mismo toma y daca. Y no exagero. A la literatura me remito, a la memoria histórica, a las publicaciones del período. Y ya no digo más, que me mareo. Aunque la verdad es que no pegamos una.
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