“Aunque sea en el aire y con el dedo”
Hay cuatro categorías para clasificar escritores
Un viejo amigo de mi edad clasifica a los escritores en cuatro categorías: los que escriben mucho y bien, los que escriben mucho y mal, los que escriben poco y bien y los que escriben poco y mal. Es tajante al respecto. Discutimos bastante sobre el tema, puesto que hay escritores, le digo —rompiendo así una lanza por el gremio—, que escriben mucho, a veces bien y a veces mal, y otros que poco, y también bien o mal, lo que quiere decir que algo chirría en el esquema. Aparte de que eso de escribir bien o mal, o pintar bien o mal, o componer bien o mal, no es cosa fácil de determinar. Es una ardua tarea, según oigo decir. En el terreno del arte nunca se puede estar seguro de quién es el Van Gogh que nadie reconoce y que será, no obstante, el genio que mañana nos deslumbre. Escribir es, después de todo, como jugar a la ruleta rusa con cinco balas en el tambor del arma, que se ha de suponer que es un revólver.
Mi amigo me replica que nada de ruletas, y mucho menos rusas; que nadie escribe mal si escribe bien. Ni al revés. Otra cosa es que acierte, o no, en la elección de un tema, en la elaboración de un poema, pero el que escribe bien tiene, en el fondo, un tono que lo distingue siempre como un buen escritor y al que escribe mal no hay quien lo salve: donde pone el cálamo, calamidad segura, y en seguida me cita varios nombres que, por delicadeza, no voy a repetir. En la literatura, insiste, si no tienes dominio del idioma y creatividad, no hay milagro que valga. Lo demás son cuentos de incierta procedencia, generalmente chinos.
Mi amigo afirma que su fórmula aspira a parecerse a la de Barthes, en su reducción del acto de escribir a tres acciones: adición, supresión y cambio. Yo le digo que no, que ni lo sueñe, que la tríada de Barthes, además de concisa, resulta irrefutable, casi perfecta en su francesa contundencia. La suya (la de mi amigo) es atractiva, pero cojea bastante, como toda clasificación que en vez de precisar, como la de Barthes, se proponga juzgar. Sin restarle nada a lo que tiene de simpática y de provocadora, le digo, abre un abanico de múltiples perspectivas, se presta a discusiones infinitas. E insisto en mi opinión: a mí me basta con que se escriba bien. Por eso, y por estar seguro de la autonomía de cada obra, siempre espero que los escritores, cuando publiquen algo, un cuento, una novela, un poema (las unidades de medida de cada uno de sus respectivos géneros), se pongan por encima de sí mismos, den por fin en el clavo y se salven del todo y para siempre. Le cito a este propósito el que para mí es el ejemplo más claro de mi aserto, Jorge Manrique, un poeta del que nadie se acordaría si no hubiera escrito esa maravilla que son las Coplas por la muerte de su padre. Hay otros, pero con ese basta. Ningún escritor, remacho, se pierde por lo malo; se salva por lo bueno.
Eso nos lleva, como de la mano, a la idea de la “obra ideal”, al Quijote que todo escritor abriga en su interior y que, a despecho de sus particulares y, en muchos casos, repetidos fracasos, o sorteándolos, insiste en realizar a toda costa. ¿La escribirá? ¿Será capaz, con el talento del que se cree dotado, de conseguirlo un día? Con esa fe persiste, la vocación lo anima. Pero quién sabe. Mucho más interés que todo eso despierta en mí un aspecto nada taxonómico que a mi amigo, en cambio, le da igual, no sé muy bien por qué, y es la posición de ese mismo escritor en la sociedad actual. Hubo años, muchas décadas, en los que el escritor era, como se dice ahora, un referente. No me gusta la palabra, pero para que se me entienda. Entre las múltiples interpretaciones que se le daban a una situación, a una crisis, de la clase que fuera, y más si era política, el escritor siempre estaba presente. No por simple protagonismo, sino porque la sociedad esperaba y hasta demandaba su opinion en torno a lo que fuera para formar la suya. Le concedía autoridad, en resumidas cuentas. Lo mismo daba que se tratara de un conservador a ultranza (que se escondían bastante, pero que no dejaban de opinar de todo) que de una prestante luminaria de izquierda, o progresista, aunque a estos, en apariencia, al menos, se les hacía más caso. Luego descubriríamos que no era cierto, pero por eso digo “en apariencia”.
Era una tradición que venía de muy lejos, tal vez desde el siglo XVIII, y que alcanzó su máximo apogeo en el XX, como nos enseña Michel Winock en su libro El siglo de los intelectuales. Muchos llegaron a convertirse en verdaderos orientadores, en un sentido u otro, de su momento histórico. Pero no sé qué ha sido de ellos, no como personas, sino como personajes (de primera, sin duda) del proceso dialógico en que la sociedad vive consigo misma de forma permanente. ¿Existen todavía, quiero decir con las características que apunto? ¿Dónde están ahora los ocupantes de esa especie de Olimpo del pensamiento y hasta del proceder a los que había que mirar antes de decir algo, cuyas ideas u opiniones andaban por ahí como colmadas de verdad y le servían de estoque a cualquiera para zanjar una disputa de corte conceptual? En cada país, en cada área, casi diría que en cada disciplina, había uno o varios que fijaban las pautas para ver lo que había más allá de nosotros y nuestras orteguianas circunstancias. De vez en cuando oigo, en la actualidad, un nombre o dos que se esfuerzan por definir mejor lo que sucede, por orientar, sin duda. Pero yo no me refiero a eso. No hablo de la lucidez ni de la inteligencia de nadie, ni siquiera de la pertinencia de lo que diga, sino de una situación de hecho que a mi modo de ver ha desaparecido o ha perdido la fuerza que la caracterizaba. Ahora, si los hay (debe de haberlos), ni se les distingue ni se les sigue como en su momento, cuando hasta se exhibían en pancartas junto a caras como las del Che, Lenin, Malcom X, Luther King, el papa, a veces, que semejaban sellos de correos de tan usadas.
¿A qué se debe el fenómeno? Como siempre, a no pocos factores, aunque tengo para mí que el principal es que ya no se siente la necesidad de que existan; así de simple. O nos da igual por donde vaya el mundo, o nos sentimos incapaces de reorientarlo, o no nos interesa que se nos diga cómo. Admito que pueden ser los tres a un tiempo, que la palmaria desorientación que se nota por todo nos haga desconfiar de todas las propuestas. La nuestra es una época ciento por ciento desconcertada. En cierto sentido, tal vez hayamos vuelto a la etapa premarxista y andemos otra vez más interesados en entender el mundo que en cambiarlo; si es que el mundo está en eso, que lo dudo.
No me decanto todavía por nada, pero insisto en que nos hemos quedado sin pensadores que nos sirvan de guía. Lo cual no es bueno ni malo. Es, simplemente, una realidad que conviene que tengamos en cuenta, por causas que, por obvias, no hace falta explicar. Y que conste que no hablo por mí, aunque me incluya en esa especie de plural sociativo que acabo de emplear. Yo estoy convencido de que, una vez se nos pase la borrachera que tenemos ahora de no saber en qué pie estamos parados, reaparecerán. Solo que ya no tengo edad para esperarlos, ni quiero. Bastante tengo con seguir el mandato de un amigo del alma al que no he vuelto a ver —se lo tragó la selva neoyorquina— y que en la adolescencia, repleto de entusiasmo, me gritaba: “hay que escribir, Pedro Vergés, hacerlo siempre, no importa lo que pase; y si nos lo prohiben, continuar escribiendo, aunque sea en el aire y con el dedo”. Trujillo estaba vivo todavía. Dieciséis años los dos. ¿Qué habrá sido de él?
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