Nicaragua: la maquinaria del miedo
La liberación de 222 presos políticos es un paso positivo, pero todavía falta mucho para recuperar al país de las tinieblas
Se nos hizo un nudo en la garganta y lloramos. No recuerdo un día tan feliz para los nicaragüenses en los últimos 5 años. El jueves 9 de febrero, mientras un avión llevaba a 222 prisioneros políticos a Estados Unidos, no había manera de despegarse de la transmisión en directo desde el aeropuerto Dulles en Washington, donde aterrizaron libres aunque desterrados.
La sorpresiva decisión del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo planteó muchas interrogantes alrededor del mecanismo legal que usó la dictadura para sacar del país a los reos de conciencia. Pero poco duraron las elucubraciones. El aparato institucional actuó en cuestión de horas en función de los intereses del dictador y expuso sin rubor las cartas del juego.
El magistrado Octavio Rothschuh, integrante del Tribunal de Apelaciones de Managua, leyó la sentencia de un juez que declaró a los excarcelados traidores de la patria, los deportó y les quitó la nacionalidad. Casi en paralelo la Asamblea Nacional aprobaba esa mañana una reforma constitucional para quitar la “nicaraguanidad” a quienes cometieran actos contrarios “a los intereses de la Nación”.
Los actores institucionales cerraron filas. Lo asumieron como decisión del “Estado de Nicaragua”, aunque los juristas advirtieron que cualquier reforma a la carta magna para ser efectiva debe realizarse en dos legislaturas. Mientras esto ocurría, las imágenes conmovedoras de los reencuentros familiares quitaron el foco de la nueva barbaridad jurídica que incluye también el despojo perpetuo de los derechos de los desterrados.
A las seis de la tarde Ortega se dirigió a la nación, rodeado de comandantes militares, de la Policía, de la Fiscalía y de la Asamblea Nacional. Confirmó que se trataba de una decisión unilateral que comunicaron a Estados Unidos aprovechando un viaje a su país del embajador estadounidense Kevin Sullivan.
La idea de sacarlos de Nicaragua, dijo Ortega a sus partidarios, provino de Murillo, su esposa y número dos de un régimen familiar similar al que los sandinistas ayudaron a derrocar en 1979: los crueles Somoza.
Similar, pero tal vez peor. Cuando el somocismo tuvo preso al sandinista Ortega, entre 1967 y 1974, sí le permitían al menos leer y escribir. En contraste, el actual régimen les tenía prohibido a los presos políticos hasta ese elemental derecho, como planteó el diario digital Confidencial en un reciente reportaje.
Ya el 8 de noviembre de 2022 el gobernante nicaragüense había llamado “hijos de perra del imperialismo yanqui” a sus prisioneros, mientras insinuaba la idea de que sería mejor que los estadounidenses los llevaran a Estados Unidos, tal como lo cumplió ahora.
Lo dijo mientras se multiplicaban las denuncias sobre los abusos de derechos humanos cometidas en las mazmorras de Nicaragua y crecía la presión a nivel internacional de gobiernos como Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, Suiza, entre otros. Además, buena parte de los líderes de izquierda le daban la espalda a Ortega.
El régimen dijo que era objeto de intervencionismo, pero la privación de sueño de los reclusos, el aislamiento, la falta de acceso de sus abogados a los expedientes y los interrogatorios hablaron por esas víctimas de ese sistema judicial dominado por el ejecutivo. Rompieron el muro de silencio levantado desde el poder.
Ortega dijo el 9 de febrero a sus acólitos que expulsar a los presos políticos era una decisión de principios, porque ellos “traicionaron” al país. “Esto no es un trueque, esto no es un ‘te doy esto y me das aquello’... ¡No! Esto es un asunto principio, de dignidad, y que lo que hace es confirmar que están retornando a un país que es el que los ha utilizado, sus gobernantes, no el pueblo norteamericano”, acusó.
Sin embargo, nadie le cree. Ortega basa su política de Estado en mentir. El argumento de la dignidad ignora las violaciones de derechos humanos cometidas por el Estado desde 2018, cuando el dictador ordenó reprimir violentamente a la población. La CIDH reportó 355 asesinados en las protestas y más de dos mil heridos entre el 18 de abril de ese año y 31 de julio de 2019.
Sin embargo, las denuncias contra funcionarios públicos y del Frente Sandinista se encuentran hoy también en la impunidad y el régimen gobierna sobre la sangre inocente de los caídos. Como Alvarito Conrado, un niño asesinado por francotiradores cerca del estadio de béisbol de Managua el 20 de abril de 2018, cuyo padre murió el 28 de enero de 2023 sin ver justicia.
Ortega dirige el país sobre el poder de las armas y las togas. El poder tiene una maquinaria del miedo integrada por súbditos que cumplen hasta las órdenes más ocurrentes.
—¿Querés, jefe, leyes para encarcelar? —.
En 2020, la Asamblea dijo concedido y aprobó la norma que castiga las noticias falsas. Como consecuencia la Gobernación persiguió a la sociedad civil y cerró 2981 organismos por razones políticas entre noviembre de 2018 y noviembre de 2022. La Policía se metió a la Fundación Violeta Barrios (promotora del periodismo y la libertad de expresión) y confiscó a medios de comunicación como Confidencial, 100%Noticias y La Prensa.
—¿Querés, jefe, a decenas de acusados por instigar un golpe de Estado que no existió? —.
Entonces construyeron “investigaciones”. Los juzgados se fueron llenando de casos contra ciudadanos en general, políticos, campesinos, intelectuales, líderes estudiantes y empresarios, a quienes apresaron seis meses antes de las votaciones presidenciales de 2021.
El nueve de febrero, cuando Ortega explicó la expulsión de los presos políticos, ordenó al presidente de la Asamblea, Gustavo Porras, alistar una reforma constitucional para nombrar “copresidenta” a Murillo . No existe tampoco esa figura legal, pero pronto algún diputado o acaso todos los legisladores del FSLN presentarán la iniciativa que convertirá esa “idea” en una realidad. Así funciona el sistema.
Como en El Otoño del Patriarca, ya solo falta que le pregunten al general —en este caso al comandante— qué hora es. Será la que él diga. Corrijo: La que él y Murillo digan, porque la de Nicaragua es una dictadura bicéfala.
Es una buena noticia, por supuesto, que los inocentes salgan libres y que nos abracemos por ver a familias felices, aunque sea por un día. Pero la ruta de la democratización aún es cuesta arriba. Necesitamos los ojos fiscalizadores de la comunidad internacional para que esto no solo sea un “agarrón” de aire de Ortega.
La tarea del cambio aún está pendiente en un país sometido al terror, sin posibilidad de elecciones libres a la vista, con un andamiaje judicial sometido que pronto reemplazará por otros a los presos políticos liberados, y con paramilitares al servicio del partido de gobierno, donde sin embargo pueden estarse dando fisuras de profundidad aún desconocida.
La espiral de la violencia no parece tener fin, como tampoco la salida de miles de nicaragüenses al exilio en busca de seguridad o de un futuro económico que la dictadura ya no puede ofrecer. Las tiranías confiscan también el porvenir.
Los ciudadanos deben seguir luchando por los 38 reos de conciencia, como monseñor Rolando Álvarez, el obispo que ya en el avión le dijo a Ortega que no se iría, según afirmó el gobernante en su discurso vespertino del 9 de febrero. El religioso tomó esa decisión a pesar de que estaba preso en su casa desde el cuatro de agosto del año pasado y seguramente a conciencia de que ese acto de rebeldía tendría duras consecuencias. Y de hecho, el gobierno no pudo ser más cruel.
En efecto, el régimen ordenó cambiarle de prisión domiciliaria para enviarlo a la cárcel La Modelo en Tipitapa, la más grande del país, y al dia siguiente otro tribunal lo condenó a 26 años y cuatro meses tras las rejas. Ese proceso judicial, como tantos otros, le negó al obispo las mínimas garantías, como solo es posible en dictaduras como la nicaragüense, una de las más crueles de la historia reciente de América Latina. No hay vara legal para medir tanta indecencia.
Recuperar a Nicaragua de las tinieblas requerirá construir una alternativa de poder que integre a la sociedad y ayude a rescatar del terror a tantos ciudadanos que día a día luchan silenciosamente. Pero no será fácil. Igual que en realidades bastante paralelas como la venezolana, se necesitan líderes políticos con la madurez necesaria para deponer los intereses particulares en función del país. Veremos si ahora esto cambia y ellos ayudan a transformar poco a poco a esta nación centroamericana tan violentamente dulce, como alguna vez la calificó Julio Cortázar.
* Pieza de análisis realizada por Octavio Enríquez para la plataforma latinoamericana de periodismo CONNECTAS.
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