La independencia dominicana, otra vez
Dos espíritus. Hace ya algunos siglos el polifacético Goethe contradijo a Juan el Evangelista. El santo comenzó su evangelio afirmando que al principio era el Verbo; de su lado, el sesudo autor de Fausto replicó que lo que había al principio era la Acción.
Las cosas así, dos espíritus siguen recorriendo las praderas de nuestra civilización: el previsor y reflexivo enfrentado al diverso y atareado.
Según el primero, revestido de águila -que en la simbología eclesial representa el cuarto evangelio- va de caza y apunta con la palabra antes de ejecutar con las garras y con el pico. Mientras que el segundo, ensimismado en las libertades que le conceden su musa y apremiado por las dificultades a vencer, actúa desconociendo que el orden de su actuación – primero actuar, luego apuntar- altera el resultado obtenido.
Pues bien, en el contexto de las celebraciones del 27 de Febrero, podríamos suponer que otro Juan, Juan Pablo Duarte, así como los trinitarios, se inspiran en el Verbo de la Santísima Trinidad; mientras tanto, buena parte del resto de patriotas y renombrados dominicanos, con Pedro Santana -desde aquel entonces- a la cabeza de muchos más, a veces se valen de la horca y el cuchillo de los señores y otras tantas aplican el sempiterno adagio del vuelve y vuelve al tiempo que se someten como súbditos de un imperioso quehacer tantas veces malogrado en la historia dominicana.
Actualidad de la independencia. Alertados preliminarmente de la prevalencia de ambos espíritus en el país, considero propicia la ocasión para renovar los votos de ser `in/dependientes´, es decir, no dependientes de lo que desdice nuestra condición de ser libres y soberanos.
Esa tarea liberadora es indispensable. La independencia dominicana no es un acto único y por tanto irrepetible y petrificado en la lejanía del tiempo pasado. Las cadenas de la esclavitud, de la indolencia y de lo servil no se extirpan de una vez y para siempre. Si fuera así, ¿qué sentido tendría seguir cantado que si mil veces fuéramos esclavos otras tantas ser libres sabremos?
Así, pues, al fragor de los hijos de Quisqueya hay que levantar vuelo como el águila, y de nuevo, a la sombra de los conceptos y valores más puros y de raigambre duartiana, identificar de qué cadenas nos corresponde liberarnos en la actualidad.
Nuevas cadenas. Identificar las cadenas que nos frenan y cautivan puede ser la tarea patria más perentoria de todas.
Ayer, por ejemplo, dijimos no ser lo que fuimos: españoles, ingleses, franceses, haitianos. Y aún hoy afirmamos -como reverso desconocido e inaudito de lo dominicano- lo que no somos: ni haitianos ni españoles ni estadounidenses y tampoco chinos, japoneses, judíos, italianos, sirios, libaneses, cubanos, venezolanos, rusos, iraníes o de alguna otra procedencia de las que enriquecen nuestra población. En el conglomerado social dominicano incluso hay quienes forzados por las circunstancias económicas emigran allende el suelo dominicano, y reconocen que no son “ni de allá ni de aquí”.
De hecho, luego de tantos afanes y trajines, aún no distinguimos a ciencia cierta ni qué somos ni qué queremos o cuál es nuestro destino. Igual de oscuro y problemático, en dudas se encuentra en textos patrios e ilustrada retórica, si somos -más que un pueblo- una Nación, dado que no disfrutamos de lo que al buen decir de Renán ésta es: un plebiscito diario de la población y no -como entre nosotros se practica- el arrebato del pretendiente de turno o la rapiña de los más poderosos.
Obvio, esos asuntos de identidad originaria -que en otro contexto me han llevado a indagar por el código o ADN cultural del dominicano- no agotan y tampoco pueden llevarnos a obviar el conjunto de cuestiones que de manera cotidiana resulta más inmediato.
Un ejemplo de ese rosario de asuntos de otra índole y envergadura pudiera estar integrado por la prevalencia de una población que, fuera de la renombrada caverna de Platón en la República, ni lee ni investiga; un sistema familiar cuya diversidad actualmente sobrepasa las modalidades tradicionales y cuyo papel de socialización no llena las expectativas ni las necesidades contemporáneas; un flujo migratorio de insospechable impacto sociocultural en la composición social dominicana; unos recursos naturales renovables explotados sin siquiera reconocer sus efectos en el país debido a la degradación de los mismos y del cambio climático; un Estado político cuyo funcionamiento no cuenta con los recursos adecuados para su funcionamiento, tampoco goza de una concepción propia y ni siquiera logra que se cumpla la ley y se respeten los pactos convenidos para el desarrollo; un modelo de producción a la deriva, falto de renovación y de competitividad en medio de un mercado amarrado por lo bajo; un predominio incuestionable de la informalidad en todas las manifestaciones de la sociedad; una igualdad de todos por igual bajo el imperio de la ley, pero entendida desde la socorrida cláusula de inequidades y de ausencia de un régimen de consecuencias; o, todavía más, un sistema axiológico y de creencias en el que predomina ese trecho sinfín que va de lo dicho a lo hecho.
Como podrá inducirse, la celebración de la fecha patria que como cada año celebramos hoy tiene lugar enfrente de un horizonte de por sí tan complejo que pareciera ser que el tiempo de pandemia llega por añadidura.
En cualquier escenario posible, apremiados por tantos problemas, adquiere incuestionable importancia no corretear para terminar reeditando cuanto error enseña el pasado cada vez que el espíritu y la visión trinitaria fueron soslayados y expatriados del quehacer cotidiano.
Acometidas independentistas. Es por eso que, sujeto a discusión crítica, considero que el legado de la independencia dominicana pasa en la actualidad histórica dominicana por esta misión-visión; mejor dicho, por estas cuatro acometidas.
1ª Causa común. La concepción de un proyecto o causa común dominicana cuyos valores e ideales, por ser tan excelsos y significativos como nuestro por ahora inexistente bien común, aúnen la diversidad de intereses individuales que en nuestro lar patrio vienen dividiendo y recluyendo a la población abrumada por sus nuevas cadenas.
Dejaríamos así de depender de tantas agendas ocultas, carteles económicos, poderes fácticos y políticas excluyentes que conservan particular vigencia; y, por ende, pasaríamos a reconocer con conocimiento de causa y con renovado brío en el país que ni queremos ni estamos dispuestos a seguir siendo sujetos de terceros.
2ª Organización social. La puesta en práctica de un sistema de organización social que no derive de la obligada informalidad económica de la población y de las oficiosas costumbres y hábitos que socavan la legitimidad de sus instituciones, -desde la familiar hasta las de índole socioeconómica, estatal, cultural e incluso religiosa o de ocio-, de modo que por fin se enarbolen en el comportamiento ciudadano los principios de búsqueda y defensa de la verdad, de la justicia distributiva y de la concordia y solidaridad humana.
Denegado quedaría así un penoso historial que comenzó con la orfandad del pueblo dominicano en tiempos coloniales y que viene reproduciéndose por medio de sensibles límites en términos de educación familiar y escolar, de ambiciones desmedidas, del `a mi que me den lo mío´, de la bravuconada e insurgencia levantisca, de la ineptocracia en la representación y la administración pública, de la corrupción de la cosa pública y de la privada, del `borrón y cuenta nueva´ política, y de una justicia ociosa apoyada por su régimen de impunidad e inconsecuencias.
Al amparo de un ordenamiento y cultura más democrática, empero, devendremos libres de tanta iniquidad.
3ª Composición social. La revalorización de nuestra composición social cuya configuración y renovación no solo invalide y nos libere de prejuicios y malas prácticas de antaño, sino que enriquezca nuestras capacidades como un conglomerado que es fruto de inmigrantes provenientes de los más diversos pueblos de la geografía universal.
Reconoceríamos así que somos un crisol de etnias y que en nuestro ¨sancocho migratorio¨ no hay razón válida para resentir a algún pueblo por razones epidérmicas, culturales, religiosas u otras; y tampoco, para permitir en nuestro cuerpo social el cáncer que contraríe la bondad y la simpatía que a todos demuestra la generosidad del alma dominicana.
Esa alma dominicana es incompatible con la promoción de una minoría étnica en nuestro territorio, -que consciente o inconscientemente propicie el surgimiento próximo de un enfrentamiento cruento como el escenificado hace tres décadas en Europa durante la Guerra de los Balcanes.
Más aún, ella es incompatible con el mantenimiento y reproducción de lo que en términos de Wilkerson se denominaría entre nosotros una “casta racial” ligada a los inmigrantes provenientes y descendientes del vecino Haití. Al tenor de la tradicional práctica de acogida que el pueblo dominicano ha dispensado durante el lapso de vida republicana a cuantos provienen del Atlántico o del Pacífico más lejano, la contradicción de dicha casta racial solo pondría vanamente en evidencia una única pero lamentable excepción al ya normal y acostumbrado comportamiento receptivo de los dominicanos.
Sin embargo, superando manchas excepcionales que opacan la luz de nuestra razón de ser, terminaremos con el cautiverio que pretenden imponernos cuantos violan cualquier ley que sea en nuestro territorio, al igual que aquellos que desconocen el lema que alumbra nuestra frente siempre altiva a favor de la soberanía dominicana y de su consecuente promoción recíproca de diversos nacionales y pueblos hermanos por los que seguimos empeñados.
4º Conciencia ciudadana. El cultivo de una conciencia cívica edificada y republicana capaz de superar el individualismo ciudadano y el reverencial culto presidencialista, la depredación económica y la ambiental y, al mismo tiempo, el acostumbrado escepticismo expreso en los patrones de comportamiento criollos.
Abandonaríamos a partir de esa nueva realidad cualquier inseguridad individual y toda desconfianza colectiva. Y no solo eso, también la sujeción ante cualquier poderoso o figura ejecutiva que ultraje y abuse de los demás en el reino de este mundo desde ese fatídico instante en que ostenta un carguito o aún más, una montaña de oro o una silla de alfileres.
Resguardada por un estado de derecho y no de prepotentes caudillos ni de algún decidido jefe benefactor de la patria nueva, Dominicana honrará su nombre de República en medio de un mundo tan globalizado y competitivo, como ancho y ajeno.
El cambio. ¡Sí!, a la in-dependencia dominicana. Y esta vez con más entusiasmo y devoción en la medida en que sea admitido y practicado que el mejor gobierno es el que respeta su propia legalidad, el que obtiene logros que benefician y favorecen, no tanto a los servidores estatales y sus adláteres, sino a quienes le otorgan su legitimidad y valía.
De ahí que la voluntad de cambio por sí sola sea insuficiente, claro está, de no venir acompañada del mencionado espíritu original y visionario que con ojo avizor indica de qué cadenas debemos independizarnos hic et nunc en la República Dominicana, corazón del Caribe. Solo con esa conciencia economizaremos la pérdida de tiempo en vanos afanes y dejaremos de actuar como `los carpinteros´ que golpean el clavo y perforan la madera.
Se aproxima el día, si es que no ha llegado ya, que gracias a la debida comprensión del orden de los factores que conducen a la independencia dominicana, se evite el riesgo consuetudinario de diluir la voluntad patria atendiendo solamente asuntos urgentes y apremiantes, sin asomos de poder ser émulos duartianos del primer Moisés. A éste, al igual que después a Duarte y sus émulos, -sitos todos en un desierto de abundantes dudas, penurias, complicidades y hasta resquebrajamiento de buenas costumbres y becerros de oro-, únicamente se les permite recorrer el camino sediento y señalar -desde lejos- la tierra prometida al pueblo.
Marca dominicana. Téngase por axioma que la desintegración de ese pueblo que nosotros somos, tal y como acontece previo a la caída de cualquier imperio histórico, se manifiesta con la pérdida de sus valores y -de lo que los filósofos definen con tan difícil palabra como es- su ¨esencia¨. Eso nunca es tan obvio como cuando en medio de una humanidad errante -como la que tuvo su prístino génesis en el continente africano- el pueblo no resiste la prueba de stress a que lo someten quienes vienen de fuera en busca de acomodo y de ser asimilados por los locales o, manu militari, para someterlos.
Es por tanto que la celebración de este nuevo día de febrero me invita a meditar no solo en las cuatro acometidas previamente expuestas, sino en la respuesta que un cercano amigo dio a la pregunta que a ese propósito le formulé: “¿Qué simboliza la independencia dominicana?”
“¡Una utopía que ni sabe historia ni geografía!”,
hubo de responderme antes de sentenciar que “si cada dominicano tuviese un mapa mundi en una pared de su casa y leyera más libros, ya estaríamos mejor”.
Refugiado en la palabra desencadenada, concluyo que en suelo dominicano la utopía tiene patria en cada uno y todos nosotros. Y por ello mismo, dado que desde el año 1844 al principio de todo 27 de febrero está el Verbo trinitario, y no solo la acción temerosa e incrédula de lo que se dice y dista de ser, he ahí y por último lo que distingue y marca -nuestro- país otra vez en cada renovable acto de independencia nacional:
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