Nuevo presidente argentino no tendrá un período de luna de miel
El país necesita políticas pragmáticas para encarar la crisis
Lidiar con una crisis económica ha sido parte del trabajo de la mayoría de los presidentes argentinos entrantes durante el último medio siglo. Los desafíos que enfrenta Alberto Fernández, el peronista que ganó las elecciones del pasado domingo, son especialmente abrumadores.
La economía está en recesión, al borde del impago de la deuda. Los argentinos están sufriendo un empeoramiento de la pobreza, una de las tasas de inflación más altas del mundo y una reducción de los niveles de vida. El Sr. Fernández debe hacerle frente a todo esto con una coalición incontrolable, una población agitada, unos mercados frágiles, unos inversionistas escépticos y una compañera de fórmula que se encuentra entre las figuras más polémicas del país.
Parte de la culpa del desastre económico la tiene Mauricio Macri, el titular. El Sr. Macri comenzó bien, trazando un rumbo hacia una economía abierta y competitiva; su incapacidad para controlar la inflación obstinadamente alta, su timidez inicial para abordar el déficit presupuestario y una dependencia excesiva de las altas tasas de interés y la deuda externa resultaron ser su perdición.
Pero las probabilidades siempre estuvieron en contra del Sr. Macri. La administración peronista de Cristina Fernández de Kirchner en 2015 dejó un legado de dudosas estadísticas económicas, una descontrolada impresión de dinero, controles de precios y acusaciones de corrupción generalizada. El hecho de que el 40 por ciento de los argentinos estuvieran dispuestos a reelegir al Sr. Macri a pesar de su fracaso en materia económica es un testimonio elocuente de las dudas de los votantes sobre los peronistas.
La Sra. Fernández demostró una magistral astucia política al presentarse como vicepresidenta en las elecciones del domingo, lo cual convirtió al poco conocido Sr. Fernández (sin parentesco) en el líder de la dupla peronista. El Sr. Fernández ahora debe mostrar igual sentido político para garantizar que sea él, y no su ex jefa, quien tome las decisiones.
Una de las formas más claras que el Sr. Fernández tiene para romper con las viejas y malas mañas del peronismo sería asegurarse de que la Sra. Fernández sea juzgada en los 11 casos de corrupción de los que se le acusa. En este sentido, el llamado del Sr. Fernández a la liberación de su colega izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva en el vecino Brasil es un mal augurio. (El Sr. da Silva cumple una condena de nueve años por corrupción).
Sin embargo, la principal prioridad del Sr. Fernández es la economía. Debería buscar una renegociación rápida y pragmática de la deuda argentina con el FMI y el sector privado que permita un calendario de reembolso ordenado y realista, mientras que a su vez mantenga el acceso al capital internacional.
Esto tendrá éxito sólo si cuenta con el apoyo de políticas económicas creíbles. El presidente entrante debe mantener la disciplina fiscal, ignorar las voces proteccionistas dentro del movimiento peronista y aprovechar los intentos del Sr. Macri de atraer la inversión extranjera en áreas clave como el prometedor yacimiento de petróleo de esquisto de Vaca Muerta. Debería promover la agroindustria, uno de los pocos sectores internacionalmente competitivos del país, y reconsiderar su oposición al acuerdo comercial entre la UE y el bloque Mercosur de naciones sudamericanas.
Pero, sobre todo, el Sr. Fernández debería resistir la tentación de ver su victoria como una aprobación de los hábitos de despilfarro de los peronistas del pasado. El fin del auge de los productos básicos y la debilidad económica implican que no hay dinero para ese tipo de generosidad.
La historia económica de Argentina desde hace 80 años es una letanía deprimente de fracasos, con continuos arreglos a corto plazo probados y descartados en medio de crisis recurrentes. Las probabilidades de que el Sr. Fernández tenga éxito son escasas. Pero puede mejorarlas si intenta generar un amplio consenso nacional en favor de políticas pragmáticas a largo plazo diseñadas para mejorar la competitividad, restablecer la confianza y promover el crecimiento sostenible.
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