Sábado 24 de abril

El puente Duarte, escenario del más encarnizado combate de la guerra de abril, decisivo para la intervención de los Estados Unidos en la guerra por la derrota de las fuerzas de San Isidro.

La rebelión estalló en Santo Domingo en la mañana del sábado 24 de abril. Yo me encontraba en mi casa de Washington trabajando en un libro, una forma de ocupar el tiempo libre muy corriente entre los corresponsales en la capital. Es curioso que estuviera escribiendo acerca de la primera intervención militar de los Estados Unidos en Santo Domingo, en 1916. Cuando sonó el teléfono, estaba describiendo al general de división Smedley Butler, una figura histórica hoy olvidada, que dirigió las fuerzas de ocupación norteamericanas en aquellos días.

La llamada telefónica procedía de Nueva York. Se habían producido disturbios en Santo Domingo y The New York Times quería que yo fuese allí para informar sobre lo que estaba sucediendo.

Llamé por teléfono a la sección dominicana del Departamento de Estado, donde se me confirmó que realmente estaba pasando algo en Santo Domingo. Los primeros informes de la embajada de los Estados Unidos en aquella capital, que concordaban en gran parte con las noticias transmitidas por las agencias telegráficas, señalaban que, según parecía, un grupo de constitucionalistas militares y civiles había capturado la principal emisora de radio de la capital dominicana, así como dos cuarteles del Ejército.

La información afirmaba que los constitucionalistas pedían el regreso al poder del expresidente Juan Bosch, que había sido destituido por un golpe de Estado militar el 25 de septiembre de 1963. Pero, según la embajada y las agencias telegráficas, la situación aún no estaba clara en las primeras horas de la tarde del sábado.

La información cablegrafiada en aquellos momentos al Departamento de Estado desde nuestra embajada en Santo Domingo es importante para valorar la actitud posterior de los Estados Unidos. De hecho, como se vio más tarde, el informe de la embajada al Departamento de Estado –y a la Casa Blanca- llegó a ser un factor determinante en la creación entre los funcionarios de la capital de un estado de ánimo que no tardó mucho en conducir a una serie de decisiones que culminaron en la intervención militar en gran escala de las fuerzas de los Estados Unidos en la República Dominicana.

Lo que realmente había sucedido en Santo Domingo, de acuerdo con las primeras informaciones, era que una pequeña emisora comercial de radio difundió a última hora de la mañana un boletín que anunciaba una revolución y la caída del Gobierno del Presidente Reid Cabral. Aunque era sábado y la mayoría de los habitantes de Santo Domingo se encontraban en sus casas, rápidamente se reunieron grandes muchedumbres en las calles céntricas para celebrar la caída del régimen civil, pero apoyado por los militares, que había estado en el poder desde el derrocamiento del Gobierno constitucional de Bosch diecinueve meses antes.

Reid Cabral no era una figura odiada como el Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, el fallecido dictador. Pero durante largo tiempo había ido creciendo un sentimiento de malestar entre los dominicanos. No eran pocos los que parecían desear una vuelta al gobierno democrático que, por primera vez en treinta y ocho años, había sido una realidad en la República Dominicana con la elección de Juan Bosch en diciembre de 1962. Además, los dominicanos no se encontraban a gusto sujetos al programa de austeridad financiera impuesto por Reid Cabral e impulsado por los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional. Entre las medidas causantes del disgusto generalizado estaban la restricción de las importaciones y un impuesto individual sobre los viajes al extranjero. Pero también había otros motivos de queja.

Desde el asesinato de Trujillo, el 30 de mayo de 1961, se había prometido al pueblo democracia y una vida mejor, más puestos de trabajo, más comida, más escuelas, en una palabra, un futuro más próspero. Pero, a medida que iba pasando el tiempo, de Gobierno en Gobierno y a través de los siete cambios de régimen que se sucedieron entre el asesinato de Trujillo y la caída del Presidente Bosch, poco se hacía para convertir a la República Dominicana, un país potencialmente rico, en la “vitrina de la democracia” que se esperaba fuese una vez finalizada la tiranía. En realidad, no era culpa de nadie: la nación estaba quebrantada por la brutal dictadura de Trujillo, y no podía conseguir la estabilidad. Probablemente Reid Cabral tenía buenas intenciones, pero las fuerzas desencadenadas dentro de la sociedad dominicana trabajaron contra él, como habían trabajado contra Bosch.

La mayoría de los militares de alta graduación eran supervivientes de las fuerzas de Trujillo. Ciertos generales y coroneles de más edad estaban resentidos con Reid Cabral, porque éste puso fin a algunos de sus especiales privilegios, e intentó, según parece, reducir la corrupción tradicional en las fuerzas armadas dominicanas. Varios oficiales más jóvenes, aunque ayudaron o aceptaron tácitamente la caída del Presidente Bosch, habían cambiado de parecer acerca del destino político de su país, comprometiéndose en conspiraciones para devolver el mando al Presidente depuesto.

Y finalmente estaba la irritación producida por una sequía de nueve meses. Durante semanas no había habido virtualmente suministro de agua a Santo Domingo, una ciudad de casi 400,000 habitantes, lo que contribuyó a exasperar los ánimos e incitar a la población. En opinión de muchos dominicanos, la sequía vino a proporcionar un combustible suplementario para la furia con que estallaría la revuelta.

Así, cuando en Santo Domingo se oyó aquel primer boletín a través de la pequeña emisora comercial –un boletín anunciando algo que todavía no había sucedido en realidad, la caída del Presidente Reid Cabral-, la gente reaccionó con júbilo. Más tarde, un ama de casa me dijo que su reacción personal había sido que “los capitanes han dado la patada a los coroneles”. Para otros, el aparente éxito de la revolución significaba una nueva esperanza para el futuro. Si no otra cosa, los dominicanos, tanto tiempo traicionados y humillados por el destino, son un pueblo que vive de esperanzas.

En aquel momento, sin embargo, la revuelta estaba en realidad muy lejos de ser un éxito. Sólo unas horas después consiguió un grupo de constitucionalistas civiles y militares apoderarse de Radio Santo Domingo, que es el centro emisor de radio y televisión del Gobierno, y que no debe confundirse con la pequeña emisora comercial que había anunciado prematuramente la caída del régimen del Presidente Reid. Desde Radio Santo Domingo, los constitucionalistas anunciaron que se había iniciado un movimiento constitucionalista para colocar de nuevo en el poder a Bosch.

Simultáneamente se supo que elementos militares constitucionalistas se habían apoderado de dos cuarteles, el Campamento 16 de Agosto y el Campamento 27 de Febrero. El segundo de estos campamentos –cuyos nombres, dicho sea de paso, conmemoran fechas patrióticas- está al otro lado del río Ozama, enfrente de Santo Domingo, y el primero se encuentra a unas 20 millas de la ciudad. Hacia media tarde, por tanto, estaba claro que se había iniciado un movimiento importante. En el centro de Santo Domingo, la multitud entusiasmada, entre la que iban personas disparando cohetes, chocó con la policía gubernamental. Un guardia murió y un muchacho de dieciocho años, aparentemente espectador, resultó también muerto.

En Washington, otra llamada telefónica a la sección dominicana del Departamento de Estado me sirvió para comprobar que los militares constitucionalistas habían apresado como rehenes al jefe del Estado Mayor del Ejército, general de brigada Marco Rivera Cuesta, y a su ayudante, el coronel Maximiliano Américo Ruiz Batista.

Sin embargo, el funcionario del Departamento de Estado, citando informes de nuestra embajada en Santo Domingo, me dijo que hasta entonces la rebelión no parecía gran cosa. Me indicó que las fuerzas gubernamentales habían reconquistado Radio Santo Domingo, apresando a ocho constitucionalistas, y que el Presidente Reid Cabral había presentado un ultimátum a los insurgentes militares que ocupaban los dos campamentos del Ejército para que se rindieran antes de las cinco de la tarde, ya que de lo contrario las tropas gubernamentales atacarían.

El que la embajada de los Estados Unidos en Santo Domingo subestimase tan manifiestamente la fuerza de la revolución es un hecho capital para estudiar los acontecimientos siguientes. Primero la embajada fue sorprendida por la revolución, y luego procedió a minimizar la importancia del levantamiento hasta que, de pronto, la situación se le fue de la mano.

La primera cuestión intrigante es por qué la embajada fue cogida por sorpresa. Dotada de un activo personal político y de un contingente de miembros de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), era de suponer que estuviese al corriente de que se estaba preparando una conspiración. Además, los Estados Unidos tenían en Santo Domingo agregados militares regulares y trece oficiales del Ejército, de la Aviación y de la Marina, adscritos al Grupo Asesor de Ayuda Militar, cuya misión era trabajar con las Fuerzas Armadas dominicanas y mantenerse en contacto con sus jefes destacados. Que algún tipo de conspiración se estaba tramando durante las últimas semanas no era ningún misterio en Santo Domingo, ciudad famosa, aun para los altos niveles latinoamericanos, por la gran calidad de sus canales ocultos de información y por la incapacidad de sus habitantes, ya sean conspiradores o amigos de conspiradores, para guardar secretos. Esto era una herencia de treinta años del régimen de Trujillo, cuando los rumores eran el único medio de estar relativamente bien informado.

Por lo menos una semana antes, un periodista que representa ocasionalmente al New York Times en Santo Domingo nos había avisado que podía estar forjándose un conflicto en la República Dominicana.

El Caribe, principal periódico de Santo Domingo, publicó varias informaciones en primera página durante el mes de abril con noticias acerca de conspiraciones militares y movimientos de tropas no explicados en las cercanías del Palacio Presidencial. Y finalmente, el propio Presidente Reid Cabral estaba tan enterado de la posibilidad de que se produjesen disturbios que, el jueves 22 de abril, decidió separar del servicio activo a siete oficiales de la Aviación supuestamente complicados en el complot.

Fue la destitución de estos oficiales lo que precipitó la revolución del sábado. El complot para reponer a Bosch en el Gobierno se había iniciado ya en septiembre de 1964 y la fecha escogida era el 1 de junio de 1965. La primera intención de los conspiradores era evitar las elecciones programadas para septiembre de 1965, ya que se sospechaba que Reid Cabral tenía el propósito de falsearlas para asegurarse la victoria. Pero el descubrimiento de la conspiración por parte del Presidente alarmó a los constitucionalistas, y les obligó a actuar inmediatamente, antes de que fuese demasiado tarde.

Sin embargo, nuestra embajada parecía ignorar todo esto, y aquí residió el primer error norteamericano de importancia en esta situación.

Todos los funcionarios superiores estaban ausentes de la embajada. El embajador W. Tapley Bennett Jr. Había salido de Santo Domingo hacia los Estados Unidos el viernes, el día antes de comenzar la revolución, para efectuar unas consultas en Washington, y visitar a su familia. El señor Bennett me explicó más tarde que había tomado el avión para los Estados Unidos, porque sabía que iba a haber complicaciones, y creía que ésta iba a ser su última oportunidad para discutir tranquilamente con la Administración lo que podía hacerse. Pero persiste el hecho de que cuando el sábado estalló la revuelta, Bennett estaba visitando a su madre en Georgia, y solo al día siguiente fue a Washington a empezar las consultas sobre una crisis que ya había estallado.

Es cierto que, antes de su partida para los Estados Unidos, Bennett mencionó en su acostumbrado informe semanal –el “semanario” de la embajada que se enviaba por valija aérea a Washington los jueves- que nuevamente corrían rumores de que algunos generales intentarían destituir a Reid Cabral durante el fin de semana. Pero el embajador no parecía tomar en serio estas predicciones, observando que eran los rumores corrientes en Santo Domingo.

Los militares adscritos a la embajada norteamericana en Santo Domingo fueron tan inteligentes en su labor de vigilancia como el embajador. Once de los trece miembros del Grupo Asesor de Ayuda Militar se habían ido a Panamá para asistir a una conferencia de trámite. El viernes, el día antes de que estallara la revuelta, el agregado naval de la embajada se fue a cazar palomas en el valle de Cibao con el general de brigada Antonio Imbert Barrera, el hombre que muy pronto se convertiría en el principal instrumento norteamericano en el caos que siguió.

William C. Ide, director de la Misión Económica de los Estados Unidos en la República Dominicana, estaba en Washington en una conferencia. Y en la capital norteamericana, la oficina del ayudante del secretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Jack Hood Vaughn, estaba vacía. El señor Vaughn, tan ignorante de la situación dominicana como sus subordinados en Washington y Santo Domingo, se había ido al balneario mexicano de Cuernavaca para asistir a una reunión de intelectuales del hemisferio occidental.

La embajada estaba en manos del encargado de Negocios William B. Connett Jr., funcionario del Servicio Extranjero que sólo llevaba en Santo Domingo cinco meses y medio. El señor Connett se encontró de pronto en la imponente situación de tener que informar sobre la crisis, y recomendar una línea de acción hasta que el embajador Bennett consiguió reintegrarse a su puesto tres días y medio más tarde.

Fue Connett, por tanto, quien informó al Departamento de Estado que la revuelta parecía haber fracasado. Aunque los constitucionalistas habían hecho caso omiso del ultimátum para que se rindieran antes de las cinco de la tarde, el Presidente Reid Cabral pronunció un discurso por radio desde el Palacio Presidencial a las diez de la noche anunciando que, en efecto, la situación estaba dominada, y que los revolucionarios que se encontraban en los cuarteles del ejército tenían de plazo hasta las seis de la mañana siguiente para rendirse. ?

También esta información fue meticulosamente transmitida por Connett al Departamento de Estado. A su vez, los funcionarios del Departamento aseguraron a los informadores de Washington que la situación no merecía que un periodista interrumpiera su fin de semana para hacer un viaje de urgencia a Santo Domingo.

En la capital, sin embargo, las cosas tomaban un aspecto muy distinto. A última hora de la tarde, aun antes de que el Presidente Reid Cabral pronunciase su tranquilizador discurso por radio, grupos militares y civiles habían comenzado a organizar la fase siguiente de su rebelión. Estudiantes y otros civiles habían comenzado una campaña telefónica, llamando a amigos y conocidos pidiéndoles que se echaran de nuevo a la calle para exigir la expulsión del Gobierno de Reid Cabral. Hacia medianoche, alguien se introdujo en un cuartel de bomberos de Santo Domingo e hizo sonar una sirena, aumentando así la tensión y el desorden.

En los dos campamentos militares ocupados por los rebeldes, los oficiales insurgentes aseguraban a los que pedían noticias que la revuelta sólo estaba en sus comienzos, y que no estaban asustados por el ultimátum de Reid Cabral. Continuaban teniendo como rehén al general Rivera Cuesta, jefe del Estado Mayor del Ejército. Uno de los insurrectos explicó que las tropas se habían sublevado, poniéndose al mando de los oficiales más jóvenes, cuando a primera hora del día el general intentó arrestar a cuatro militares sospechosos de haber tomado parte en la conspiración.

Así terminó el primer día de la crisis dominicana, y este fue el comienzo de la desenfrenada violencia posterior. Para el Gobierno de los Estados Unidos la situación seguía siendo normal y desprovista de importancia.

##ctrlnotaampfooter##