Los enfermos raros de la República Dominicana

Por la cantidad de casos en el sur del país, un investigador llamó a la región “un laboratorio de enfermedades genéticas”

Roberta y Andreina en su casa, en Pescadería, Barahona, el 3 de mayo de 2018. (Diario Libre/Marvin del Cid)

Por Mariela Mejía

PESCADERÍA, BARAHONA. El nombre de la rara enfermedad de dos de sus hijas es tan complicado que no se lo termina de aprender. A la primera que se desmejoró le afloraron los síntomas hace 14 años, a la edad de 12. Comenzó a caerse mientras caminaba y uno de esos tropezones la mandó al hospital porque se fracturó el fémur. Hoy está retorcida en una silla de ruedas, sin poder hablar ni comer por su cuenta. Si intenta sonreír, se queda a medias por la rigidez de su mandíbula. Su hermana menor, que tiene más movilidad, hace intentos de hablar como si fuera tartamuda y sostiene su quijada para mover la boca. Ha llegado a expresar que quisiera morir.

Andreina, de 26, y Roberta, de 22, se despiertan cada día a la misma rutina, a menos que las saquen a pasear. Su madre las asea, viste, peina, alimenta directo en la boca, las lleva al sanitario... Mientras la señora hace los oficios y se ausenta un rato para ir a limpiar en la escuela del pueblo, sus hijas se distraen viendo televisión. La mamá, Mileidy Pérez, tiene 46 años pero aparenta que es mayor. La más de una década que lleva atendiéndolas y el estrés que le genera parece que la han desgastado. Aprendió a comunicarse con ellas, pero a veces no las entiende y se desespera.

—Ellas nacieron normal, hacían todo bien— recuerda Mileidy. —A través del tiempo iban perdiendo la movilidad de las manos y de los pies, y el habla.

En su desesperación, pensó:

—¡Oh, Dios! ¡Pero que aparezcan un día doctores y hasta gente, como siempre andan, buscando enfermedades! ¡Que aparezca una gente un día para ver si me les hacen algo!

Y aparecieron. Unos médicos de la capital dominicana le explicaron a ella y a su esposo que sus hijas sufren de una distonía llamada Neurodegeneración Asociada a la Pantotenato Kinasa (PKAN, en inglés), un nombre que Mileidy no se aprendió. Le dijeron que es algo neurodegenerativo debido a un trastorno metabólico, que se manifiesta con movimientos involuntarios. Quienes la padecen tienen un cúmulo de hierro a nivel cerebral, presentan una contracción muscular sostenida en una postura anormal, rigidez, temblor y a veces un parkinsonismo.

Y le informaron algo que a ella le pesó escuchar: el PKAN es una condición congénita y genética debido a la mutación de un gen (llamado PANK2).

Al conocer que es hereditario, afloró la culpa.

—Si yo sé eso no me caso con ella— le llegó a decir el esposo de Mileidy más de una vez, haciéndola molestar.

—Me sentía mal con él porque como que me quería echar la culpa. A lo primero estaba “cosa” (cuando supo los detalles de la enfermedad), pero ya boté eso, dije: ¡Ay, ombe!

Los investigadores que estudian el PKAN en la República Dominicana han encontrado una frecuencia de casos y de portadores en la región suroeste del territorio (de 1.7 millones de habitantes), donde estiman que el 14 % de la población tiene un gen afectado.

Si una pareja tuvo un hijo con PKAN los padres son portadores del gen. Cuando ambos portan la mutación, cada embarazo tiene una de cuatro posibilidades de ser afectado por la enfermedad.

Cuando un bebé nace con PKAN se pueden tratar los síntomas pero no hay cura. A través de análisis de sangre, los médicos pueden identificar a los portadores del gen mutado antes de que tengan hijos. Los hermanos sanos, aunque no muestran síntomas, tienen alta probabilidad de portar el gen mutado y se les recomienda que se sometan a un examen genético antes de tener descendencia. Andreina y Roberta tienen una hermana mayor, de 28 años, que no ha desarrollado la enfermedad.

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La condición de Andreina y Roberta es una de las tantas enfermedades raras que se han detectado en la República Dominicana.

Las enfermedades raras son aquellas que afectan a un número reducido de personas respecto a la población en general, por ejemplo, un caso por cada 2,000 habitantes.

A nivel mundial se consideran que existen entre 8,000 a 10,000 enfermedades raras y es su baja frecuencia lo que dificulta diagnosticarlas. Aunque no hay registros exactos, se estima que en la República Dominicana hay aproximadamente 5,000 personas afectadas de alguna, informa la pediatra Ceila Pérez, de la Red de Expertos de Enfermedades Raras en Centroamérica y el Caribe (REER). Se pone a nombrarlas y llega a 50. “La lista es muy larga”, dice.

Los investigadores han encontrado una alta incidencia de enfermedades raras en el país, con una mayor prevalencia en la región suroeste, un territorio que el doctor e investigador Hugo Mendoza llegó a referir como “un laboratorio de enfermedades genéticas”.

La doctora Pérez destaca que familias de esa región han contribuido a importantes descubrimientos. Cita que la Alcaptonuria fue detectada y sirvió de base al doctor inglés Archibald Garrod, a inicios del siglo XX, para describir un área de la genética médica denominada Errores Innatos del Metabolismo. La enfermedad es un trastorno hereditario que provoca que la orina se torne de un color negro-marrón oscuro con la exposición al aire. “Se calcula un caso por cada 100,000 habitantes; la República Dominicana y Eslovaquia son los dos países de mayor prevalencia”, agrega la especialista.

En el sur también se describe por primera vez la mutación en la enzima 5 alfa reductasa como causante de ambigüedad genital. Por ejemplo, alguien nace con genitales ambiguos, y puede criarse como hembra, pero al llegar a la pubertad se masculiniza. Los estudios sobre esta alteración genética han tenido impacto a nivel internacional y los casos han atraído la atención de la prensa extranjera. El elevado interés ha ocasionado que quienes la padecen y sus familias sean reacias a hablar públicamente sobre su condición.

Aunque en el Hospital Infantil Dr. Robert Reid Cabral, en Santo Domingo, los médicos reciben pacientes afectados de enfermedades raras de todo el país, tienen la impresión de que en el sur hay una mayor concentración posiblemente por existir comunidades donde hay alta consanguinidad, dice la doctora Pérez. Observa que esto es un factor que predispone a tener más probabilidad de padecer una enfermedad heredada de forma recesiva. Además, como es una de las regiones más pobres del país, los habitantes tardaron en desplazarse. “No podemos también olvidar que somos una isla”, agrega la pediatra.

Investigadores sostienen la creencia de que migrantes de Europa del este trajeron el gen del PKAN al sur del país y se propagó por matrimonios de ancestros comunes portadores de la mutación.

Aproximadamente el 80 % de las enfermedades raras tiene un origen genético y se calcula que el 50 % se manifiesta en la edad pediátrica. Pero Mileidy y su esposo no se han hecho estudios médicos para entender cómo sus genes transmitieron una enfermedad a dos de sus tres hijas.

—¿Para qué? Ya yo no doy más muchachos, ya yo me preparé— argumenta la mujer.

No se han puesto a investigar si en su linaje están conectados, pero no lo descartan: ella se llama Mileidy Pérez López y él Duarte López Pérez.

Una prima de ella y un primo de su esposo se casaron y se les murió un hijo a los 18 años con una enfermedad parecida a la de Andreina y Roberta. También hay otra prima en cuya familia hay un caso.

Para mantener a las muchachas controladas, Mileidy está pendiente de que no se acaben las cajas de pastillas que le cuestan más de US$10 cada una y al mes debe comprar cuatro y hasta seis de dos tipos. Con esfuerzo consigue el dinero para las medicinas y la comida de la familia limpiando en la escuela del pueblo -donde gana unos US$240 al mes- y con lo que logra eventualmente su esposo como pescador. El doctor les dijo que no es bueno que las jóvenes bajen de peso porque las afecta más.

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Es tiempo de comer. Andreina se queda en su silla de ruedas y Roberta se acuesta en el piso porque se siente más cómoda. Mileidy sabe que durará más de una hora alimentándolas. Con cuidado abre la boca de la primera, le pisa la lengua con el mango de una cuchara y le entra un bocado de arroz que ella tragará a su tiempo. Su hermana, que espera su turno en el suelo, abre la boca por su propia cuenta y recibe un bocado. La posición le ayuda a que el alimento caiga más directo hacia su garganta.

—Yo le digo: bueno, Dios, no permitas enfermarme porque sabes que soy el pie y las manos de las hijas mías. Si me muero primero, ¿qué sería de ellas? Nadie va a tener la paciencia que tengo con ellas.

Al menos las atiende solo en la casa, a diferencia de los años en que Andreina se empecinó en cursar los cuatro años del bachillerato, contrario a su hermana Roberta que detuvo la escuela en sexto y a veces se pone rebelde.

Mileidy despertaba temprano a Andreina. La vestía, le daba el desayuno y su esposo o el abuelo la llevaban a la escuela de lunes a viernes. Para ese tiempo ella podía caminar mínimamente pero debía andar en silla de ruedas. Allá la dejaban con la maestra y los estudiantes a quienes anhelaba igualar en habilidades motoras pero no podía. Pero ella quería. Al mediodía la madre dejaba los quehaceres de la casa para ir corriendo al centro educativo a darle el almuerzo a su hija.

—Ahí iba yo, diario, a veces hallaba bola (un aventón), a veces me iba sudadita y llegaba cansadita allá. Le daba su comida, la llevaba al baño a hacer pipí.

La mamá regresaba a los afanes del hogar y el padre o el abuelo buscaban a las 4 de la tarde a la enferma estudiante para que volviera a la casa. En la vivienda, Andreina quería hacer las tareas y que la ayudaran, pero era difícil.

Cuando llegó el día de la graduación en 2015, a Andreina le arreglaron el pelo y vistieron su cuerpo retorcido con la toga y el birrete. Lograron tomarle una fotografía que la enmarcaron y colgaron en una pared de la sala de la pobre vivienda construida con madera y techada con zinc. Desfiló por el pueblo en silla de ruedas con su padre como padrino. Al mencionar su nombre para que buscara el diploma, comenzó a llorar. No creía que había alcanzado un logro así cuando sus manos estaban tiesas y sus dedos retorcidos, no podía permanecer en pie y apenas articulaba palabra. Quería ser doctora, pero hasta ahí llegó.

Conoció a unos cristianos de la Iglesia adventista, y hace dos años la bautizaron. La buscan los sábados para ir a los servicios y así sale de la rutina.

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En Barahona, la provincia donde vive la familia, hay más adolescentes y jóvenes que padecen lo mismo que Andreina y Roberta. Están los hermanos Richard y Luis Feliz, el mayor y el menor de tres hijos. Ambos pasan sus días emitiendo sonidos y haciendo movimientos involuntarios, tienen dificultad para entrar sus lenguas y sufren episodios de dolor.

En 2015 sus padres contaron su caso al periódico Diario Libre. Explicaron que les hicieron pruebas y se determinó que cada uno tiene 50 % de la mutación genética que causa que un hijo tenga PKAN. En 2018 sus hijos siguen recibiendo atención médica por doctores que llevan más de 15 años estudiando la distonía detectada en la región.

La mayoría de las enfermedades raras no tiene tratamiento, por eso se continúan investigando. Para algunas patologías se sigue un método nutricional, en otras, dice la doctora Pérez, hay reemplazo enzimático o el uso de moléculas llamadas chaperonas. Mientras algunas se benefician de trasplante de órganos.

En el caso de la PKAN, médicos del Centro de Diagnóstico de Medicina Avanzada y Telemedicina (Cedimat) publicaron en 2017 un estudio, realizado con apoyo de la biofarmacéutica Retrophin, en el que participaron dos hermanos varones adultos, quienes usaron un medicamento conocido como fosmetpantotenate. El tratamiento se asoció con una mejoría clínicamente significativa, incluido un progreso en el modo de andar y en el funcionamiento general en los primeros seis meses.

A la pediatra le preocupan las enfermedades raras que no tienen tratamiento específico, pues solo se pueden manejar de forma sintomática. “Nos preocupan también las que tienen tratamiento de muy alto costo, pues al ser enfermedades poco frecuentes, la inversión que hace la industria es alta y por tanto las terapias solo pueden ser asumidas por el Estado”, dice.

La mayoría de las enfermedades raras no tiene cobertura del Sistema Dominicano de Seguridad Social. A través del Programa de Medicamentos de Alto Costo y Ayudas Médicas Directas, el Ministerio de Salud Pública informa que invierte un promedio de US$5.7 millones al año para el tratamiento de pacientes con algunas patologías raras, y suman más de 440 los beneficiarios. En la lista de las cubiertas por este subsidio -que comenzó en 2013- está el poco común síndrome de Kawasaki, que afecta a niños y produce inflamación en las paredes de los vasos sanguíneos.

También la enfermedad de Gaucher, que es un trastorno genético en el que la persona tiene falta de la enzima glucocerebrosidasa. Esta carencia hace que se acumulen sustancias dañinas en el hígado, el bazo, los huesos y la médula ósea. El tratamiento mensual de un paciente en Salud Pública lo estiman en US$24,000. Otro síndrome es la enfermedad de Fabry que consiste también en la deficiencia de una enzima y un afectado necesita al mes US$21,000 para tratarse. Además, están la Hemofilia (la que tiene más subsidiados) y la Fibrosis Quística.

En el país se implementan consejerías genéticas para que esas familias con antecedentes de enfermedades hereditarias conozcan las alternativas preconcepcionales, prenatales y neonatales. Una de esas consejerías la ofrecen tres enfermeras y una doctora en Barahona a parientes de pacientes con PKAN. Sor Juana Feliz, una del grupo, conoce el caso de Andreina y Roberta. Ella reporta que desde 2015 a mayo de 2017 han fallecido tres pacientes menores de edad que padecían la enfermedad y ahora trabajan con unos 20.

Si algunas de las enfermedades raras son diagnosticadas precozmente en el período de vida neonatal, se puede aplicar un tratamiento oportuno y prevenir la muerte o la discapacidad. “De ahí que a inicios de los años de la década de 1960 se organizaron programas de prevención secundaria llamados Programas de Tamiz Neonatal que han tenido un impacto positivo a nivel internacional”, dice la doctora Pérez. Ella trabaja en la implementación de uno en la República Dominicana con auspicio del Gobierno.

En su pueblo, Andreina y Roberta son vecinas comunes. Su madre anda con ellas sin avergonzarse y se queja de que “hay gente que esconde a los muchachos que son así”.

—Hay gente que pasan (por la calle), que no son de aquí, y se quedan mirando. A veces les digo: ¿Qué miran?, ¿se les perdió algo?

Los médicos siguen haciendo estudios mientras fundaciones dan soporte social a los pacientes, como alimentos para mantener su peso.

—Ellos dicen que eso tiene que tener un por qué, porque ellos nacen normal. Dicen que van a encontrar esa cura, aunque no sea para esta generación, pero para la próxima, o algo que se los pueda controlar— dice Mileidy con un aire de esperanza.

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Este reportaje es parte de la serie final de la 2da generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas de Distintas Latitudes.