Costa Caribe: la Nicaragua invadida, violentada y saqueada
Ante la inacción del Gobierno sandinista y de la Justicia nicaragüense, la Costa Caribe se ha convertido en la zona con más homicidios de Nicaragua
El 29 de octubre de 2015, un grupo de hombres armados vestidos como militares y con fusiles AK47 llegó a la comunidad indígena Polo Paiwas, sobre la ribera del río Waspuk, en el Caribe Norte de Nicaragua. “Estas tierras ya no son de ustedes. Váyanse de aquí”, dijo uno de los hombres, aparentemente el líder del grupo, mientras caminaba entre las casas disparando ráfagas al cielo. Al escuchar los disparos, los comunitarios empezaron a correr asustados para salvar sus vidas. La única salida era buscar refugio en el medio del bosque o tratar de huir río arriba hacia la comunidad vecina de Klisnak.
Aquel día, varios comunitarios se opusieron a abandonar sus propiedades. Algunos incluso trataron de defenderse con sus armas de cacería, como el caso de la única víctima fatal de esa invasión, el joven Germán Martínez Fenley, quien fue abatido por las balas de los invasores. Para asegurarse de que no quedara nadie en la zona, incendiaron las casas, los cultivos y mataron a los animales.
Pero este no es un problema antiguo, pues la invasión a las tierras indígenas en Nicaragua persiste estos días. Un líder de la etnia miskito asegura que, en 2023, solamente en el territorio Wangky Twy Tasba Raya, en Waspam, que aglomera a 21 comunidades indígenas, terceros armados se apropiaron de más de 25,000 hectáreas de las comunidades Francia Sirpi, Wisconsin, Esperanza Río Wawa y Santa Clara.
De acuerdo a cifras proporcionadas por los mismos indígenas para este reportaje colaborativo de Onda Local, La Prensa y CONNECTAS, desde 2009, cuando se reportaron las primeras invasiones, los invasores se han apropiado de aproximadamente 1,750,000 hectáreas de tierras indígenas en la Costa Caribe nicaragüense (equivalente al 36% del total). Es decir, un promedio de 125,000 hectáreas al año. Asimismo, hasta se 2023 registran 76 indígenas asesinados durante las invasiones.
Amaru Ruiz, ambientalista y director de Fundación del Río, una organización dedicada a la preservación del medio ambiente e ilegalizada por el Gobierno de Nicaragua en 2021, señala que las cifras de hectáreas invadidas pueden ser incluso mayores debido a que es muy difícil medir con exactitud estos terrenos, sobre todo porque el acceso a la zona se complica por la presencia de estos grupos armados.
Para los indígenas, estas son tierras ancestrales que abarcan, incluso, una parte de la Costa Caribe hondureña. Todo esto fue colonizado por los ingleses y, antes de que pasara a formar parte de Nicaragua, los indígenas tenían un modelo monárquico y llamaban a su territorio como Nación Moskitia. En 1894, el territorio fue anexado a Nicaragua y una parte, a Honduras. Su monarquía desapareció y fue hasta mediados de la década de los ochenta del siglo XX que los pueblos de la Costa Caribe empezaron a gozar de autonomía.
Además de estar surcada por numerosos ríos, la Costa Caribe nicaragüense tiene frondosas masas forestales de madera preciosa, montañas y animales exóticos (algunos en peligro de extinción), en donde habitan miles de comunidades indígenas de los pueblos originarios miskito, mayangna, ulwa y rama creole; además de los pueblos afrodescendientes garífunas y mestizos, que viven en territorios indígenas.
Muchas de estas comunidades están ubicadas en áreas protegidas como la Reserva Biósfera de Bosawás en el Caribe Norte, reconocida como tal por la UNESCO en 1997 y llamada popularmente como “el pulmón de Centroamérica”; y la Reserva Biológica Indio Maíz, en el Caribe Sur. Aunque se trate de zonas protegidas, los invasores han penetrado hasta ahí a vista y paciencia de las autoridades.
Estas son zonas inhóspitas en donde la mayoría de indígenas no tiene acceso a energía eléctrica, agua potable, internet o comunicaciones. “Vivimos del bosque, de lo que nos da nuestra madre tierra. Con la tierra somos uno. Sin la tierra no somos nadie”, explica un líder rama creole, cuyo territorio se encuentra en la Costa Caribe Sur de Nicaragua.
De acuerdo a la Fundación del Río, en la Costa Caribe Sur las principales actividades llevadas a cabo por los invasores son la deforestación, la ganadería y la minería. Incluso en la Reserva Indio Maíz, esta organización ha detectado más de 100 puntos de extracción minera artesanal, pese a que se trata de un área protegida. La minería artesanal se lleva a cabo frente a los ojos del Ejército y de las autoridades del Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales.
Para adentrarse hasta el punto, hay que navegar por el río San Juan y desde la base militar se controla el zarpe de los botes donde todo el que quiera navegar debe pasar por una revisión y dejar sus datos personales. Desde este lugar, los militares controlan quién se mueve a la zona y quién no, así como lo que entra y lo que sale de ahí. “Ellos conocen de la situación. No pueden decir que no saben nada”, señala Ruiz.
Por su parte, una líder miskita que habita por esta zona dice que los retenes del Ejército son para “vigilar” a los indígenas, para que no intenten recuperar sus tierras o que se muevan hacia las comunidades invadidas. “Antes podías entrar al territorio a hacer trabajos, pero ahora no has caminado ni dos kilómetros cuando ya te empiezan a vigilar y a preguntar para dónde vas. Hay que enseñarles bolsos, carteras. Todo”, describe.
Los relatos de los líderes indígenas de diferentes etnias consultados para este reportaje dejan entrever que los invasores han configurado un patrón al momento de invadir las comunidades. Primero investigan por un tiempo, que pueden ser días o semanas, y luego llegan armados para desalojar a los habitantes. Quien se resista, es asesinado. Queman todo lo que hay en la comunidad y transforman el uso del suelo para construir potreros o fincas ganaderas.
También deforestan la zona y plantan pasto para el ganado que llevan, pese a que muchos de estos territorios son áreas protegidas, en donde la actividad ganadera es ilegal.
La tierra de la violencia y la impunidad
En los últimos 10 años, en los que Daniel Ortega se ha atornillado en el poder, 76 indígenas de las etnias miskitu y mayagna han sido asesinados en el Caribe nicaragüense. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), el máximo tribunal de la región con sede en Costa Rica, ha intervenido para que el Estado nicaragüense remedie la situación, sin resultados hasta el momento.
En 2021, el Caribe Norte tuvo una tasa de homicidios de 38 por cada 100 mil habitantes, la más alta del país, según el Anuario Estadístico de la Policía (el último publicado). La zona, además, ocupó el tercer lugar en asesinatos (23) y compartió con la capital Managua el primero en homicidios (48). El Caribe Norte es, también, el lugar con mayor riesgo de ser víctima de algún delito en Nicaragua, según la Policía.
Con este contexto de violencia conviven los indígenas desde hace más de una década. A lo que deben sumar la pobreza endémica, los desplazamientos forzados y el olvido por parte del Estado. Esto último incluye la impunidad: según las mismas organizaciones comunitarias, los numerosos crímenes de indígenas no han sido investigados ni se ha dado con sus responsables. La “Justicia” solo sentenció a prisión perpetua a cuatro indígenas mayangna por asesinar a nueve indígenas en 2021 (conocido como la masacre de Kiwakumbai), una sentencia que en estas poblaciones todos cuestionaron.
Esas dudas fueron ratificadas el 27 de junio de 2023 por la Corte IDH, que otorgó medidas provisionales a favor de los cuatro mayangnas condenados y requirió al Estado nicaragüense que, de forma inmediata, procediera a liberarlos y adoptara “las medidas necesarias para proteger eficazmente sus vidas, integridad personal, salud y libertad”. Pero el régimen de Ortega nunca cumplió la orden del fallo.
Organismos defensores de derechos humanos nacionales e internacionales consideran que la detención y condena de los cuatro indígenas es parte de un proceso de criminalización a quienes han denunciado la invasión de sus tierras. Y familiares de las víctimas exigen a las autoridades que investiguen y capturen a los verdaderos responsables no sólo de esta masacre, sino de los demás crímenes que siguen en la impunidad.
Alicia Salgado y Wilmor Waldan, padre y madre de Ody James Waldan Salgado, de 26 años, uno de los nueve asesinados en Kiwakumbai, dicen que la versión de la Policía no les convence y dudan que los indígenas condenados sean los verdaderos culpables porque los sobrevivientes han asegurado que quienes los atacaron fueron mestizos armados.
La impunidad que gobierna en el Caribe Norte de Nicaragua no es solo un argumento utilizado por las comunidades indígenas que la sufren. La propia Corte IDH, la misma que ordenó el año pasado liberar a los cuatro mayangnas condenados por la masacre de Kiwakumbai, ha dictado antes varias resoluciones de medidas provisionales para salvaguardar la vida e integridad de las poblaciones indígenas, por considerar que cumplen con los criterios de extrema gravedad, urgencia y para evitar daños irreparables.
El régimen de Daniel Ortega no cumplió y la violencia se extendió hacia otras comunidades miskitu y mayangnas. Por ello, la Corte amplió las medidas a favor de otras comunidades en la Costa Caribe nicaragüense
El Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) denunció a través de una nota de prensa publicada el 18 de julio de 2023 que los crímenes de indígenas permanecen impunes: “La falta de respuesta de las autoridades nicaragüenses perpetúa la violación sistemática de derechos que viven las comunidades y les continúa exponiendo a amenazas, secuestros, despojo, violencia sexual, desplazamiento, crisis alimentarias, asesinatos y otros graves riesgos para su integridad y su vida”.
El difícil exilio de los indígenas nicaragüenses
Los Rieles, ubicada en Pavas, en las periferias de San José, la capital de Costa Rica, es una fila de casas de madera, zinc y plástico levantadas a unos tres metros de las vías del tren, junto a una calle polvosa que comparten transeúntes y vehículos. Aquí viven cientos de indígenas nicaragüenses exiliados. La mayoría de ellos en pobreza extrema, inseguridad, desempleo, algunos con hambre, otros enfermos, y casi todos en hacinamiento.
Los Rieles es solamente una de las ciudadelas en Costa Rica que los indígenas han llegado a habitar tras huir de Nicaragua. Según su vocera y también exiliada, Susana Marley, mejor conocida como Mama Tara (Mama Grande, en miskito), en este país hay más de 350 familias indígenas que han llegado buscando refugio de la violencia que viven en su país.
Además de Los Rieles, los indígenas se han aglomerado en zonas como Alajuelita, Alto Purral, Talamanca, Sixaola, Limón y La Carpio. Tanto en Los Rieles como en La Carpio es donde viven la mayoría de estos exiliados. Son unas 100 familias en ambas ciudadelas, según explica Susana Marley. Ella habita en La Carpio, fundada en los noventa principalmente por nicaragüenses que llegaron a Costa Rica durante la anterior diáspora de Nicaragua.
Históricamente, los indígenas nicaragüenses han huido hacia Honduras debido a que parte de la costa caribeña de ese país es considerada por ellos como su territorio ancestral. Sin embargo, Marley señala que grupos ligados al narcotráfico y el crimen organizado se han tomado esos territorios y aunque no los han desplazado, como ha sucedido en Nicaragua, no se sienten seguros al ver a terceros armados. Por ello, ahora prefieren migrar a Costa Rica.
Para los indígenas, el exilio representa un cambio radical en sus vidas. Susana Marley explica que los nativos están acostumbrados a vivir de la tierra, el bosque y los ríos. Nunca antes habían requerido trabajar para alguien más y mucho menos pagar el alquiler de una casa, o pagar por comida y demás necesidades básicas, pues los indígenas en sus tierras eran autosuficientes.
Vivían de su propio trabajo en el campo, de la crianza de cerdos, gallinas, cabras y otros animales, y de la pesca. Pero en Costa Rica les ha tocado dedicarse a la construcción, a trabajar como choferes, repartidores de comida, guardas de seguridad, o como peones cortando piñas, caña de azúcar, café y cítricos, mientras que las mujeres, normalmente, encuentran trabajos como empleadas domésticas, cocineras o lavando y planchando ropa ajena.
Entre los principales problemas que enfrentan los indígenas nicaragüenses exiliados en Costa Rica están el acceso a la salud y el poco dominio que tienen del español. La mayoría solamente puede comunicarse con su idioma nativo, que es el miskito. Pero también están las lenguas rama, inglés creole, garífuna y sumo, dependiendo de la etnia de la que procedan.
Esto representa una dificultad para presentar una solicitud de empleo e incluso muchos no han podido tramitar un pedido de refugio ante el Estado de Costa Rica porque no entienden el procedimiento, ya que los formularios están en español.
Otro problema que enfrentan los indígenas, señala Marley, es el desempleo, pues muchos no tienen para pagar el alquiler de sus casas, que ronda entre los 200 y 400 dólares. Tampoco tienen para comprar comidas o para el pasaje del transporte. La misma Marley está viviendo su propio drama. Ella habita junto a su hija Xochilt de 36 años, su otro hijo de 40 y un nieto de ocho. Todos se acomodan en un pequeño cuarto del que ya deben dos meses de alquiler.
Los exiliados indígenas no pierden la esperanza de que volverán a sus tierras en algún momento. “Todo es resistir a este exilio”, dice Davies Labonte, mientras que Marley sueña con ver nuevamente a los suyos sembrando, pescando, bañándose en los ríos, cazando.
Mientras tanto, sus vidas deberán continuar en Costa Rica, pues “si regresamos nos echan presos o nos matan”, señala Marley. Para ella, mientras Daniel Ortega esté en el poder, regresar a Nicaragua no es una opción. Jahaira Salomon piensa lo mismo, y agrega que el problema no es solamente el gobierno sandinista, sino también los invasores de sus tierras.
Si le interesa conocer más de la situación de las comunidades indígenas del Caribe nicaragüense puede ingresar acá al especial multimedia.
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