De las aulas en Venezuela a vender yogur en un barrio dominicano

Dos profesores que emigraron a la República Dominicana hace seis meses narran sus dificultades para asentarse en un país del que se sienten agradecidos

La familia de inmigrantes venezolanos mientras prepara un bizcocho que venderá por el barrio para ganar algo de dinero. (Diario Libre/Dennis Rivera)

Por Mariela Mejía y Suhelis Tejero

SANTO DOMINGO. La mujer* llegó un viernes a la República Dominicana desde Venezuela y el domingo estaba vendiendo yogur casero por el barrio. No le importó que tiene tres títulos universitarios y dejó atrás un trabajo como profesora; agarró a su hijo de tres años con una mano y con la otra el producto lácteo.

“Venezuela, ¿qué vendes?”, le preguntaba la gente en la calle. “Vendo yogures”, le respondía la madre de 32 años, con un espíritu abatido. “¡Cómprenle a la venezolana!”, le pidió a sus acompañantes un hombre que la escuchó. “¡Todo el mundo le va a comprar uno a esta joven porque esta joven está trabajando!”.

La inmigrante llegó a la República Dominicana el 4 de agosto de 2017 huyendo de la crisis económica en Venezuela, un país que el Fondo Monetario Internacional calcula que desde 2013 acumula una caída del Producto Interno Bruto (PIB) de 50 % y donde solo en 2017 la inflación superó el 2,400 %. Estaba delgada; tenía 20 libras de menos. Se sentía agradecida del apoyo que encontraba en el país que desconocía y que no le exigió visa para entrar.

En un mes reunió los US$280 dólares que tomó prestado para pagar los gastos y preparativos del viaje. Solo compró un pasaje de ida y se marchó de su casa propia y de su entorno familiar. Cargó las maletas y a su hijo, y tomó un avión hacia una vida incierta.

Atrás quedó Valencia, esa ciudad de la región central de Venezuela de la que han emigrado más de 593,000 compatriotas, conforme se estima en un estudio realizado por la firma venezolana Consultores 21.

Cuando la madre y su niño llegaron a la República Dominicana los hospedó una tía. La casa resultaba pequeña para ahora seis personas. Fue en esa coyuntura que le prestaron US$20 para comprar los insumos para elaborar el yogur, aunque no era experta en su preparación.

“Mucha gente me compró simplemente por saber que era venezolana y me sentaba a llorar porque decía: guao, mis parientes venezolanos en otros países están siendo rechazados, están siendo burlados, como es el caso de Panamá, y aquí la gente es tan bella”, recuerda la joven mujer con voz entrecortada y conteniendo las lágrimas.

Le tocó pedir ayuda a miembros de una denominación religiosa a la que pertenece para buscar un lugar mejor para quedarse. La hospedaron por dos semanas en los hogares de dos hermanas de la iglesia. Buscaba un poco de paz mental; le atormentaba que su esposo, de 27 años, estaba en Venezuela. Hizo gestiones para que le prestaran más dinero y así él emprendió el viaje un 21 de agosto.

Tras unas semanas incómodas, los hermanos de la iglesia los ayudaron nuevamente; esta vez con la renta de un espacio en el que se les unió una prima de la madre. Cada quien donó enseres para la casa y el dinero que reunieron apenas alcanzó para alquilar una vivienda techada de zinc, plagada de cucarachas, sin servicio de agua y afectada por la humedad. “Llegó un momento en que llovía a cada rato y me llovía más dentro que afuera. Se nos mojaban los zapatos, los libros, la ropa, eso era horrible”, recuerda la inmigrante.

Vivieron allí por cuatro meses. Extrañaban la casa que dejaron en Venezuela, un país del que tuvieron que salir volando motivados en parte por no poder costear el tratamiento de su hijo, aquejado de un alto nivel de plomo en la sangre.

“Ganábamos 250,000 bolívares (US$6)”, recuerda la mamá. “Aumenta nuestra crisis familiar porque descubrimos que el niño tiene plomo en la sangre (...) El medicamento mensualmente era 350,000 bolívares, pero yo cobraba 250,000, y era por tres meses el tratamiento”.

“De los hermanos de iglesia, muchos me ayudaron -recuerda-. A veces yo iba nada más a llorar y me decían: Manita, tranquila, que todas las cosas van a mejorar”.

• En el siguiente audio la inmigrante cuenta parte de su historia.

Ella es técnico superior universitario en Electrónica, técnico superior universitario en Educación Preescolar y profesora en Educación mención Preescolar. Su esposo es licenciado en Educación mención Lengua y Literatura, y entrenador de fútbol. Con sus currículum buscaron trabajos en sus áreas, a sabiendas de que no tienen la documentación exigida para trabajar como extranjeros y conseguirla es complicado por los trámites burocráticos, que incluyen regresar a Venezuela para solicitar una visa con fines laborales en el consulado dominicano.

Encontraron empleo. En septiembre los contrataron “por humanidad” en un centro educativo donde él enseña Educación Física y ella en prekínder.

Hace un mes, como llegó un pariente desde Venezuela, iban a ser cinco en la casa. Se volvieron a endeudar y se mudaron a la residencia donde ahora viven. Es más grande y cómoda pero luce vacía. Un viejo sofá con rasgaduras y una silla, amueblan la sala. En las tres habitaciones hay igual número de camas pequeñas y el comedor es una mesa de plástico con tres sillas. Al menos les regalaron una nevera nueva que sustituirá una vieja y oxidada que les prestaron.

Sus sueldos suman RD$35,000 y el costo de la canasta básica en el quintil más bajo supera los RD$13,000; la mitad de los ingresos. Para compensar, luego de retornar al mediodía del colegio donde trabajan siguen elaborando yogur casero y también bizcochos. El gusto por sus productos se ha incrementado, y producen por encargos.

De los ingresos, sacan RD$3,000 al mes para enviarlos a sus madres en Venezuela, que les alcanzan para 15 días. El resto lo usan para pagar la factura eléctrica e imprevistos de la casa, y el pasaje. Hay días en que ya no tienen dinero y se van a pies al colegio. Caminan por media hora, turnándose para cargar a su pequeño hijo, que también es estudiante.

A pesar de las dificultades, ella y su esposo consideran que están mejor que en su país natal.

“Venezuela está muy crítica. Donde nosotros trabajábamos, nada más esta semana se van seis docentes, uno para Colombia, otro para Ecuador...; en diciembre se fueron como cuatro, empezando por el director”, recordó la madre.

Una vez, mientras caminaban por la calle, vieron a una unidad de la Dirección General de Migración recogiendo inmigrantes haitianos indocumentados y se atemorizaron; pensaban en que serían los próximos.

Cuando ella se topa con un abogado, en su inquietud por no tener la condición migratoria correspondiente, le pregunta: ¿cuándo van a regularizar a los venezolanos? “Porque yo no quisiera irme del país”, afirma.

“Y si las cosas mejoran en Venezuela, ¿volverían?”, le pregunta Diario Libre. “No me iría hoy, ni me iría mañana, me iría a los años, porque en Venezuela, su sistema de Gobierno cae, pero la economía no se va a recuperar, la mentalidad de las personas no se va a cambiar, el venezolano se ha vuelto una persona muy inhumana (...) Tengo una enfermedad; yo tengo el medicamento, cómpramelo”.

Ellos no son los primeros que emigran de su familia; otros lo han hecho a Colombia y Ecuador. El resto sigue en Venezuela, y es por pensar en que están allá, que en seis meses en la República Dominicana apenas han salido tres veces a pasear. “Cada peso que gasto, digo que con este peso podría en Venezuela alimentar a alguien”, reflexiona la mujer.

“Los dominicanos son personas maravillosas -afirma-. Dios me trajo al mejor sitio que me pudo haber traído, porque uno viene golpeado emocionalmente, la separación con su familia es muy dolorosa”.

Es por eso que al preguntarle por qué muchos venezolanos están prefiriendo este pedazo de isla, responde: “Por la gente”.

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* Los nombres de los miembros de la familia se omiten por petición de ellos.