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Matrimonio infantil
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Cambiar las pautas intergeneracionales

La mirada de una terapeuta familiar a la “preocupante” realidad de las niñas casadas en República Dominicana

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Cambiar las pautas intergeneracionales
Adolescente de 12 años con cinco meses de embarazo (JUAN MIGUEL PEÑA)

“A veces pienso que mucho de lo que he vivido es porque nunca me atreví a preguntar nada. Los novios proponen, dicen y uno siempre espera a que ellos tomen la ‘voz cantante’, pero uno, por vergüenza a hablar no se atreve a decir lo que una quisiera o lo que uno no quiere”. [Maritza, 16 años, casada].

Las evidencias levantadas por organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil nos han puesto en contacto con la preocupante y triste realidad de niñas casadas. Nos hablan de que en las zonas urbanas casi un 10 % de los hombres estaría dispuesto a unirse a una niña menor de edad; un 48.5 % se ha casado o unido con una niña y, en las zonas rurales, ese porcentaje llega al 60 %. Esto, a pesar de que el 85.5 % de las personas opina que está mal que un hombre viva con una menor de edad, el 68.5 % cree que, en su lugar, la chica debería estar jugando o estudiando y el 23 % juzga que el hombre está cometiendo una violación y debería afrontar consecuencias legales. Y, aunque no lo dicen los estudios, es casi seguro que la mayor parte de la población entiende que la familia es culpable de lo que acontece.

Como terapeuta familiar, saber que 12 de cada 100 mujeres dominicanas se ha casado o unido antes de los 18 años me produce dolor y me lleva a pensar. Mi reflexión se dirige en tres características de las familias que los estudios sistémicos me ofrecen: 1) La capacidad que tiene la familia de repetir patrones y significados de generación a generación, a menos que una experiencia le obligue a reorganizar sus reglas internas. 2) La impronta que deja la familia en la identidad de cada uno de sus miembros y en la manera de resolver situaciones problemáticas. 3) Las posibilidades que tiene la familia de ajustarse en torno a dificultades de sus miembros si se activan sus dinámicas de lealtad y pertenencia.

La repetición de patrones de generación en generación en las familias puede ser mala y buena noticia. Las pautas de violencia intrafamiliar que se identifican como una de las causas del matrimonio infantil, se sostienen en forma de expectativas en la relación de pareja (sea que ésta se sostenga o se haya roto) y en los roles para la crianza; así como por medio de reglas que organizan la vida y los proyectos de cada uno de los miembros. Estas dinámicas, a menos que sean modificadas, pasarán como un legado familiar a través del tiempo.

Es importante considerar que estas expectativas, reglas y roles no los construyen los sistemas familiares en soledad, sino en interacción con los sistemas sociales con los que entran en contacto: el vecindario, la escuela, las instituciones estatales, el mercado, la sociedad. Transformar este legado violento puede ocurrir por experiencias internas del sistema o por desafíos adaptativos que los sistemas sociales le hagan, por medio de nuevos significados y creencias, sanciones sociales y marcos legales. Las familias modifican sus pautas violentas en la medida en que la sociedad se lo demanda. Esta es una buena noticia. Pero, lo cierto es que nuestra sociedad no ha logrado modificar sus propias pautas violentas entre y hacia los ciudadanos y ciudadanas.

Las familias producen una impronta en cada miembro acerca de su valía como persona, sus recursos para adaptarse y las aspiraciones para su proyecto de vida. Usemos en nuestro análisis la definición de diccionario de impronta como rasgo peculiar y distintivo que una persona deja en sus obras y que las distingue de otras. Hombres y mujeres recibimos en nuestras familias aprendizajes para ser, hacer y querer por medio de experiencias directas con sus figuras de autoridad (padres, madres, tutores) y sus iguales (hermanos y primos) en momentos críticos de su desarrollo; así como por las cosas que le dicen a través de palabras o gestos y el modelamiento de actitudes y conductas.

Pero, al igual que con las pautas violentas, esta impronta interactúa con los sistemas sociales antes referidos. A nuestras niñas y adolescentes la impronta que les estamos dejando las hacen ver a sí mismas como dependientes del amor romántico que las salva de una situación familiar y social difícil, así como una discapacidad para soñar metas hacia la propia autorrealización que posterguen establecer “pareja y familia” (comillas porque con un adulto esto no puede llamarse así) y el uso de recursos personales que le permiten negociar y relacionarse con un sentido de igualdad en calidad e importancia con su otro alterno, el hombre.

“Me casé porque necesitaba huir de mi casa. A mí me maltrataban mucho. Me llamaban ‘loca, sinvergüenza’. Yo un día dije: ‘no quiero aguantar más eso’. Yo me puse a trabajar en una casa de familia, tenía 11 años. Pero ahí me fue peor, el maltrato era todavía más. Yo sufría mucho. Yo me quise casar pa´ salir de eso. Yo pensaba que, casándome, iba a estar en una casa tranquila, podría comer, dormir y salir. Yo no sabía que iba a ser así, como otro infierno”. [Shaquira, 15 Años, casada.]

Probablemente, en este punto las sensaciones son de pesimismo y amargura. Pero para quienes tenemos experiencia trabajando con familias y observando cómo se pueden estimular sus posibilidades para que cuiden de sus miembros, cambien la impronta negativa y los patrones violentos si son activadas sus dinámicas de lealtad y pertenencia, las sensaciones son de esperanza y compromiso. Esta problemática social nos llama a ponernos al lado de quienes trabajan para que se reduzca el número de niñas casadas. Reconocemos la responsabilidad de las familias, pero también sabemos que el camino no es acusarlas, sino apoyarlas para que sus pautas intergeneracionales cambien.

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