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La guerra del sargazo: Una crónica del proyecto Cuenta Centroamérica

Turismo, contaminación y desafíos, la amenaza del sargazo en las costas caribeñas

La guerra del sargazo: Una crónica del proyecto Cuenta Centroamérica
La historia del Mar de los Sargazos y su transformación actual. (ORLANDO BARRÍA)

Esta crónica forma parte del proyecto Cuenta Centroamérica, en el cual tres escritores o escritoras participantes en el festival se sumergen en la ciudad que lo acoge y escriben estos textos.

1. La primavera ebria

El mar está indigesto. Borracho de carbono, arsénico, nitratos. En vez de azul turquesa y transparente, tiene la piel biliosa, turbia, enferma. El mar viene mareado y se tropieza. ¿Quién puso aquí esta isla? De rodillas sobre la arena blanca del Caribe, expulsa toneladas de alga enmarañada con basura. En vez de hojas y tallos, el sargazo tiene láminas y estipes; carece de raíces porque vive sin patria, flotando a la deriva; esas pequeñas uvas fraudulentas son vesículas llenas de gas para no hundirse.

El mar escupe, se alivia y reincorpora, pero ahí viene otra arcada. El vómito se pudre bajo el sol de mayo. Las moscas proliferan y los turistas huyen. Un batallón de Sísifos descalzos se pasa la mañana trabajando para disimular esta catástrofe. El tridente de Poseidón sería útil para demoler las cordilleras de ensalada rancia que cubren las playas.

—Ahí vienen dos fuereños.

—Parece que están locos.

 Uno le toma fotos a un montón de sargazo como si se tratara de una supermodelo en bikini, posando para un calendario tropical. ¿Qué tanto escribe el otro en su cuaderno? Actúa como si el mar estuviera dando una conferencia de prensa.

—Seguro están drogados.

—Tal vez se confundieron y se liaron un churro de sargazo.

—Yo creo que sí. 

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Infografía
Niños jugando en las playas dominicanas. (ORLANDO BARRÍA)

2. El viejo mar de los sargazos

El domingo 16 de septiembre de 1492, los tripulantes de La Niña, La Pinta y la Santa María “comenzaron a ver muchas manadas de yerva muy verde que poco había, según le parecía, que se había desapegado de tierra”. Así lo escribe fray Bartolomé de Las Casas al resumir el diario de Cristóbal Colón. Esa hierba le dio falsa esperanza al almirante; estaban muy lejos de tierra, en el extremo oriental del Mar de los sargazos, una región apacible del Atlántico norte en donde prosperan, desde tiempos ignotos, grandísimas praderas de macroalgas pelágicas.

17 de septiembre de 1492: “En amaneciendo, aquel lunes, vieron muchas más yervas y que parecían yervas de ríos, en las cuales hallaron un cangrejo vivo, el cual guardó el Almirante.” Ese pobre cangrejo que atrapó Colón es la primera víctima de la colonización occidental del Nuevo Mundo. Pertenecía probablemente a la especie Planes minutus, navegante perpetuo que habita en los caparazones de tortugas, el casco de los barcos y las islas de sargazo.

El diario de Colón está lleno de “yerva”: el 29 de septiembre “Vieron mucha yerva” y el 30 “Viéronse cuatro alcatraces en dos veces. Yerva, mucha”. El 2 de octubre el Almirante anotó que la “yerva venía del este a oeste por el contrario de lo que solía: parecieron muchos peces; matóse uno”. El 8 “Pareció la yerva muy fresca; muchos pajaritos del campo, y tomaron uno que iba huyendo al Sudoeste, grajaos y ánades y un alcatraz.” Entonces la hierba marina pierde protagonismo. Se topan con las Indias, la gente y sus aldeas. El sargazo vuelve hasta el regreso: el 17 de enero de 1493 Colón “vio mucha yerva de la que está en la mar”. El 2 de febrero: “Vieron tan cuajada la mar de yerva que, si no la hubieran visto [en el viaje de ida], temieran ser bajos.”

El Mar de los Sargazos era una zona estable del Atlántico hasta que, en 2009, el viento desbocado comenzó a propiciar las migraciones. Las carabelas de alga llegaron a la costa norafricana y bajaron, llevadas por la corriente de las Islas Canarias, a la corriente ecuatorial del Norte, que avanza hacia el oeste impulsada por la rotación de la Tierra en el sentido contrario.

El sargazo prosperó en el soleado ecuador. A principios de 2011 arriban las primeras oleadas al Caribe. El mundo está cambiando y éste es uno de sus síntomas. Se forma un nuevo piélago yerboso. En la revista Science lo bautizaron Gran Cinturón Atlántico de Sargazo.

Doce años después, en mayo de 2023, llego a República Dominicana para escribir esta crónica.

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Infografía
Gente reposando en la playa junto al sargazo. (ORLANDO BARRÍA)

3. Una misión peligrosa

Son las siete y media de la mañana del sábado 20 de mayo en el restaurante del hotel. La música ambiental parece de película softporn. La escena, sin embargo, no es erótica: el fotorreportero Orlando Barría y yo esperamos a Radamés, conductor capitaleño con quien recorreremos las playas al oriente de Santo Domingo. Aparte de una taza de combustible expreso, pedí un jugo verde que al oxidarse parecía un licuado de sargazo (por desgracia, el sargazo no es buena opción alimenticia, pues acumula arsénico y otros metales). Orlando es chileno y lleva muchos años en República Dominicana. Le pregunto qué clase de reportajes suele hacer. Me cuenta que ha cubierto, entre otras cosas, la guerra en Ucrania (donde le tocó vivir los tiroteos), la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, el terremoto de 2010 en Haití. Ha trabajado muchas veces en el país vecino, el más pobre y atormentado del continente. Hace un par de años recorrió La Saline, un barrio de Puerto Príncipe, con Jimmy Chérizier, alías “Barbecue”, líder del G9 Fanmi, uno de los grupos armados que luchan por el poder en Haití. En el funeral de Jovenel Moïse, el presidente asesinado el 7 de julio de 2021, hubo disparos. “Ahí casi me fui a la mierda”, me dice en un tono que rompe el hielo entre dos tipos que acaban de conocerse. Comparada con esas experiencias, nuestra misión debe resultarle más aburrida que ir al peluquero, donde al menos hay tijeras afiladas. De haberlo sabido, lo habría tratado de intimidar contándole que se ha descubierto la presencia de bacterias carnívoras del orden Vibrio en el sargazo, por lo que nuestro recorrido equivale a salir en busca de caníbales.

En esta isla cabe todo: en un extremo la miseria del fallido estado haitiano, en el otro la opulencia de Punta Cana, a donde llegan hordas de millonarios a cebarse bajo el sol. En medio está la vida caribeña: siglos de buena música y mal gobierno, la frágil bonanza del turismo, la precariedad del transporte y la vivienda. También cabe el ingenio: un grupo de estudiantes dominicanos acaba de ganar el Engineering Inspiration Award de la competencia FIRST Robotics, por desarrollar “un reactor que genera combustible” a partir del sargazo. El Instituto Tecnológico de Santo Domingo también está tratando de aprovechar el sargazo como abono orgánico. En el Caribe mexicano donde el sargazo también se ha convertido en un problema enorme, se han fabricado ladrillos para construcción. Aunque estas iniciativas son dignas de celebración y apoyo, el suministro disperso e intermitente de la materia prima complica la viabilidad de estos proyectos. Por eso no soy tan optimista ante la posibilidad de sacarle provecho a esta abundancia. Espero equivocarme, como me equivoqué al creer que Radamés nos había dejado plantados esa mañana.

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Infografía
Sargazo y basura en las playas dominicanas. (ORLANDO BARRÍA)

4. El brujo de Boca Chica y el fantasma de Playa Caribe

Con un modesto retraso de hora y media, salimos de la ciudad. Llueve copiosamente cuando nos bajamos en la diminuta Playa de San Andrés para ver la primera acumulación de sargazo del trayecto. A menos de un kilómetro del Club Náutico de Santo Domingo, parece que ha nevado en el Caribe: las algas están glaseadas con esferas de poliestireno expandido. Las llantas en la arena forman ollas de caldo venenoso. A lo lejos, las gigantescas grúas del puerto carguero completan el paisaje antropogénico.

A diez minutos de esa distopía se encuentra un rincón paradisiaco. Boca Chica está protegida del oleaje y del sargazo por islotes de manglar. Como aún es temprano, casi no hay visitantes. Un restaurantero se nos acerca para convertirnos en comensales. Lo decepcionamos al decir que estamos en una misión periodística. Trato de interrogarlo sobre los impactos del sargazo, pero me aclara que, aparte de empresario gastronómico, es brujo, lo cual le asegura abundacia y buena suerte. “Primero Dios, después yo.” Tiene el cuello cargado de collares y amuletos. Con ellos se protege de envidias y agresiones sobrenaturales. Fuma un cigarro grueso. Nos dice que los lunes va al cementerio para hacer tratos con el gran varón. Le cobra fortunas a políticos y celebridades para invocarlo. Como mi conocimiento de hechicería caribeña es aún peor que el de ficología, asumo que el socio del brujo es un varón, cuando en realidad se trata de un príncipe con b alta: el Barón del cementerio es la primera persona enterrada, primogenitura que le confiere poderes mágicos.

Nos despedimos del brujo y seguimos. En la siguiente playa que visitamos tampoco hay sargazo. Remojo los pies con fines puramente hedonistas y Orlando retrata a un perro muy simpático que retoza en el agua junto a un par de niños. 

Frustrados por la escasez de material para la crónica, tomamos la Autovía del Este. Radamés acelera conforme nos desesperamos de la pulcritud del agua en esa zona. Orlando y yo vamos atentos a las olas. Luego de un buen rato de persecución, por fin avistamos una pequeña bahía azotada por olas de color chocolate. Grito con entusiasmo, como si acabara de ver al papa Juan Pablo II en una tabla de surf. Radamés frena abruptamente y mete reversa. Durante medio minuto, protagonizamos una película de acción. 

La playa luce abandonada. Hay un restaurante destartalado y una multitud de palapas vacías. Mucha yerva. Las olas muelen el sargazo contra las paredes rocosas de la bahía. Por eso el mar luce turbio. En cuclillas escucho el rumor multitudinario de las pequeñas moscas blancas. La brisa disipa el olor de la materia descompuesta. Camino con el agua hasta las rodillas. Las láminas son más ásperas de lo que esperaba, acostumbrado a la suavidad de las algas que flotan en la sopa miso. Es como entrar a una alberca llena de hojarasca. 

A lo lejos veo a un hombre que pesca. Me interesa preguntarle si el sargazo ahuyenta a los peces. Tomamos una vereda repleta de basura (platos blancos de poliestireno) y cuando llegamos a la punta ya no lo encontramos. No entiendo cómo se fue sin que nos lo topáramos. Confundidos por la desaparición, Orlando y yo vemos las rocas batidas por el oleaje. Se trata de una violencia hipnótica. Domina el pensamiento y lo relaja. 

De regreso en la playa nos topamos con otro hombre. Se llama Alfredo. Le cuento a qué venimos. Enciendo la grabadora y le pregunto cómo se llama este lugar tan bello. Playa Caribe. ¿Cómo enfrentan el sargazo? Los miércoles viene el camión que se lo lleva. “Nosotros, que trabajamos aquí, venimos y limpiamos. Somos veinte.” Es lacónico y pausado. “Lo echamos en carretilla y en sacos. Hacemos un hoyo y lo enterramos, también.” La grabación está repleta de olas y viento. “Esta playa es bonita cuando está limpiecita. A la gente le gusta bañarse, así no se pueden bañar.” Nos aclara que el sargazo es estacional, que el resto del año las playas quedan limpias. Le pregunto si conoce otras playas que estén afectadas. “En Guayacanes hay lomas, ahí están metiendo palas. Hay mucha, ahí.” Al hablar de “palas” no se refiere a las herramientas típicas de jardineros y sepultureros, sino a tractores con retroexcavadoras industriales, necesarias para lidiar con toneladas de alga mojada.

“Yo ahora voy a subir para allá.” Se sube a su motocicleta y sale disparado hacia la autovía. Radamés encienda la camioneta y pisa el acelerador para seguirlo.     

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Infografía
El sargazo invade diversas playas de las costas de República Dominicana. (ORLANDO BARRÍA)

5. La guerra: drones y submarinos 

El buzo de Guayacanes me pidió que no revele su nombre ni su apodo. Para ocultar su identidad debo omitir otros detalles pintorescos de nuestra conversación, que transcurre rodeada de pescadores. Tampoco hay turistas en esta playa. Sólo botes pesqueros y lomas de sargazo, como nos advirtió Alfredo.

El buzo me cuenta que ellos han llegado a recoger el sargazo en balsas y con redes para alejarlo de la costa. A diferencia de Alfredo, es muy locuaz. Después de describir los dolorosos piquetes de la pulga de tiburón (“pican más que un mosquito y una hormiga juntos”), me pregunta si somos biólogos. “No —le aclaro—, periodistas. Él, fotógrafo, y yo, escritor.”

“Aquí hay otra cosa y ojalá y tú lo pongas, que eso sí está afectando la pesca: la búsqueda de almeja. El que busca almeja desbarata todo… Vamos a suponer: en una piedra, en esa cueva ahí, es que los peces ponen sus huevos; si usted viene y les desbarata eso, ¿qué hace? Les quita la cueva y son millones de peces que nacen ahí. Pueden ser langostas, pulpos. Porque la mayoría vienen a desovar aquí, a la orilla. Y es un sacrilegio lo que le están haciendo… Porque anteriormente se buscaba bien, tú buscabas la almeja en la arena con una cuchilla, la cogías, pero ahora no, ahora entre las piedras, desbaratándolas… eso es un abuso, no se ve pulpo, no se ve nada. Al no venir carnada para acá, no bajan… Y aquí es que desovan los peces, el pargo, todo aquí desova en la orilla, y si no encuentra piedras, ¿cómo crece para después irse afuera?”.

Intento reencausar la charla hacia el sargazo; le pregunto si cree que también afecta al ecosistema marino. “¡Claro! Porque es que calienta. Ojalá tuviera una careta, que yo lo iba a llevar, para que vea, que la jaiba, los lambí, las almejas que hay desbaratadas, cada vez que el sargazo les da, que calienta el sol, las mata, los lambí se mueren, el pulpo se muere, las sardinas se mueren, porque es que el sargazo calienta como si fuera una estufa. Cuando le da el sol calienta el agua y el pez busca agua media. También cuando se desbarata [el sargazo se pulveriza por el oleaje y la deshidratación en la arena], el grumo que queda fino tapa esa cueva [se refiere a la cueva donde se refugian los peces]. El pulpo, la morena, todos le huyen a eso. El mar lo va arrastrando [el sargazo pulverizado], va cayendo, va cayendo, tapa las cuevas, si el pescado está ahí, o el pulpo, también lo tapa. El jueves yo estaba en Juan Dolio [la siguiente playa que visitaremos] y estaba buscando pescado y vi un congrí en la cueva, pero muerto, la boca llena de esa sargaza negra, esa sargaza desbarata todo…”.

Afirma que la acumulación del sargazo ha disminuido la profundidad del mar costero. “Y esto —señala la playa— ha subido muchísimo, porque mucha la entierran para que se deshaga. Aquí hicieron hoyos con pala y atajaron toneladas… Ya eso es menos playa, hasta que venga un ciclón, un ciclón batatero y arrase.”

Ya entrados en confianza, me comparte su teoría sobre el origen de la crisis: “Yo le voy a hacer una pregunta. Anteriormente no había guerra, no había tanto sargazo. Ahora hay guerra en algunos países y el sargazo no para. ¿Qué es lo que pelean? ¿No son submarinos? ¿Y dónde está eso? En el fondo. Cada vez que pasa un barco de esos con alta potencia lo remueve. Es una idea loca, pero me llegó así, no sé. Una idea de un buzo loco, dominicano. Imagínese, un barco de ciento sesenta mil toneladas, la expulsión que hace, y ya está semimadura [la sargaza], los submarinos que se meten entre ellas… ¿Me entiende? Imagínese cada vez que cae una bomba, un misil, una vaina, es en el fondo que explotan.”

Como él mismo reconoce que la hipótesis es una “idea loca”, no siento obligación de confrontarla y le pregunto qué tanto ha cambiado el panorama a lo largo de su vida. “Es muy diferente a los tiempos de cuando era niño. Porque inclusive yo como loco viejo he notado que las estaciones están variando mucho… Nosotros estamos destruyendo nuestro planeta.”     

Mientras el buzo mezcla perlas de sabiduría con ideas extravagantes, Orlando sobrevuela la playa con un dron y toma fotografías cenitales. Ese punto de vista permite apreciar la magnitud del fenómeno que tapiza la costa de materia insalubre. En vez del binomio arena blanca y agua turquesa nos enfrentamos a una amplia variedad de tonos que van del amarillo mostaza al negro carbonizado, pasando por un marrón excrementicio.

Por desgracia, no hay submarino que sirva para luchar contra el sargazo. El enemigo tiene de su lado la rotación terrestre, la radiación solar en el Atlántico tropical, el aumento del carbono en el agua y la atmósfera. No queda claro qué tanto influye la abundancia de fertilizantes que los ríos llevan a ambos lados del océano; tampoco si el calentamiento del agua (que este año ha alcanzado niveles inauditos) propicia o inhibe la reproducción del alga. El Gran Cinturón Atlántico de Sargazo existe hace una década y apenas empieza a comprenderse; resulta difícil prever si seguirá creciendo, se estabilizará o disminuirá. En cualquier caso, su tamaño vuelve necesaria la cooperación internacional. Además, el calentamiento global plantea otros desafíos al Caribe. A corto plazo, el peor es el fortalecimiento de los huracanes; a largo, el aumento del nivel del mar.

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Infografía
El sargazo perjudica a la flora y fauna de las costas. (ORLANDO BARRÍA)

6. La tregua

Nos despedimos del buzo y nos dirigimos a nuestra última escala. La playa de Juan Dolio está repleta de bañistas lugareños. Juegan, nadan, reposan y caminan sobre el sargazo, con aparente indiferencia. Vinieron a divertirse, no a dar entrevistas. “¿No son de aquí?”, nos pregunta una joven. Su amiga se nos adelanta y le responde: “Les gusta la piel morena.” Supongo que eso de que andamos preparando una crónica no suena verosímil.

Es hora de irnos. Camino de la camioneta, me detengo junto a un tronco que atraviesa la playa: hay un pez muerto en una cama de ensalada marrón. Una señora se acerca y me ofrece ayuda con una mano para cruzar el obstáculo. Sonrío y le doy las gracias. Soy flaco y torpe, pero no tanto. En la otra mano ella carga un vaso de plástico lleno de vesículas flotadoras de sargazo. Se nota que ha escogido las más frescas. Apenado, no me atrevo a preguntarle para qué las recolecta. Sospecho que Colón también lo hizo. Aparte del cangrejo, se debe haber llevado algo de yerva.


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