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Puertorriqueños se niegan a abandonar refugios después del sismo

Cientos de familias cuyas viviendas no sufrieron daños permanecen de todos modos en los refugios

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Puertorriqueños se niegan a abandonar refugios después del sismo
Un anciano descansa en un refugio el jueves 9 de enero del 2019 en el municipio de Guanica, Puerto Rico. (EFE/ THAIS LLORCA)

GUAYANILLA, Puerto Rico. Un nuevo barrio ha surgido en esta población del sureste de Puerto Rico dañada por un terremoto. Sus habitantes son 300 personas, una docena de agentes de policía y una guacamaya.

Gritos de “¡uno!” se alzaban en el aire el viernes, cuando niños jugaban a las cartas sobre sus catres mientras hombres con aire soñoliento y la almohada bajo el brazo se iban al trabajo. Muchas familias en este polvoriento estadio de béisbol convertido en refugio improvisado viven en las cercanías. Pero no pueden o no quieren regresar a sus casas de muros agrietados o derruidos por un terremoto de magnitud 6,4 tras el cual el presidente Donald Trump declaró el estado de emergencia para la isla.

Cientos de miles de puertorriqueños carecen de electricidad y agua corriente, y miles duermen en refugios o en las aceras desde el sismo del martes. El temblor dejó como saldo un muerto, nueve heridos, así como daños parciales o totales a cientos de viviendas, escuelas y negocios en el suroeste de la isla.

La subsiguiente actividad sísmica ha demorado las tareas de rescate, acrecentado el número de personas que permanecen en refugios instalados por el gobierno como el de Guayanilla y provocando el pánico en miles de personas.

“Yo he decaído al punto de arrodillarme en una calle para rezar y hasta ponerme a escuchar música cristiana”, dijo Irma Vega, una cuidadora de ancianos de 45 años. “Más de 20 años no me congregaba”.

Durante la noche se produjo una réplica de magnitud 4,4, y la gente en el refugio se puso a gritar, “¡está temblando, está temblando!” Funcionarios municipales dijeron que la réplica provocó el derrumbe parcial de una vivienda, donde los socorristas rescataron a una mujer que luego murió de un ataque cardíaco.

Funcionarios del gobierno intentan serenar y distraer a la gente al convertir algunos refugios en barrios improvisados. En el estadio de béisbol de Guayanilla, el más grande de la ciudad, voluntarios presentaron la película “Dinosaur” para una docena de chicos embelesados mientras los generadores rugían atrás y los ancianos trataban de dormir, guareciéndose del frío bajo las mantas.

Cerca de allí, niños más grandes alzaban nubes de polvo al perseguirse en bicicletas entre gritos de “¡cuidado!” de los voluntarios.

Seguía llegando gente al estadio cerca de la medianoche, entre ellas Lydia Ramos, de 74 años. Arrastraba una pequeña maleta con la mano derecha y en el brazo izquierdo acunaba su perrita chihuahueña Princess envuelta en una manta rosa.

“Búscame un catrecito”, le pidió a un voluntario mientras relataba las noches recientes en su hogar. “Mi casa está moviéndose de lado a lado... A uno le da miedo hasta bañarse... Estoy loca por salir”.

Ramos pasó la noche sobre un catre militar verde y partió el viernes por la mañana hacia Nueva York para alojarse con su hijo. Para los que no pueden pagarse el vuelo al territorio continental, el futuro luce incierto.

“No sé qué se pueda hacer,” dijo Eddi Caraballo, de 27 años, mientras paseaba y escuchaba reggaetón en un pequeño aparato para distraerse. “Nos desalojaron a todos. A todos”.

Entre las 300 personas en el refugio más grande de Guayanilla estaba el alcalde Nelson Torres. Dijo que dos puentes están agrietados y cinco de las siete escuelas que reciben a unos 2.500 alumnos han sufrido daños graves. La secretaría de educación de la isla no le ha indicado qué hacer con esos escolares. Además, dijo, 51 viviendas se han derrumbado y otras 19 están inhabitables. Cientos de familias cuyas viviendas no sufrieron daños permanecen de todos modos en los refugios.

“Aquí hay un problema”, dijo. “La gente no quiere regresar a sus casas”.

Al salir la luna llena sobre Puerto Rico, el olor de repelente de mosquitos impregnó el aire y se hizo silencio en el refugio, salvo por el ruido ocasional de pasos sobre las lonas azules que cubren parte del campo de béisbol.

Es la misma clase de lona que Carmen Orengo, de 67 años, tenía en su casa un año después que el huracán María, de categoría 4, asoló Puerto Rico en septiembre de 2017, causó la muerte de unas 2.975 personas y daños por valor de 100.000 millones de dólares.

“Yo perdí todo en el huracán”, dijo, y tras una pausa y un suspiro añadió: “para que ahora me pase lo mismo”.

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