Viaja bajo tierra a ver el año nuevo taíno en El Pomier
El solsticio de invierno produce un fenómeno antropológico en la cueva de El Puente
Son las 10:30 de la mañana del 21 de diciembre. Domingo Abreu prepara cuatro arneses en la entrada de una impresionante caverna aislada de los turistas. Las nubes que pasan intermitentes funcionan como un interruptor que enciende y apaga la luz; nos recuerda que 365 días antes las nubes nos hicieron una mala jugada.
A las 11:45 de la mañana Abreu, un experimentado espeleólogo y arqueólogo dominicano, asegura las cuerdas que nos ayudarán a bajar en rapel por un inclinado muro de más de 20 metros de altura. Su experiencia nos hace sentir seguros de la aventura. Abreu es investigador y encargado de Espeleología del Viceministerio de Áreas Protegidas y Biodiversidad del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales.
Luego de un intento frustrado en 2017, volvimos a acompañarle a documentar lo que pudiera ser uno de los fenómenos antropológicos más extraordinarios de esta isla: el año nuevo taíno que coincide con el solsticio de invierno.
El equipo de Diario Libre se adentró en una de las tantas cuevas que comprenden la Reserva Antropológica de El Pomier, a unos 30 kilómetros de Santo Domingo. Luego de 15 minutos bajamos hasta el objetivo. Estamos a salvo y emocionados.
Tenemos que estar preparados para un fenómeno único que solo ocurre en el solsticio de invierno (21 de diciembre) a la 1 de la tarde.
La Cueva de El Puente o Del Corral, queda apartada del recorrido abierto al público en el Pomier, a unos 2 kilómetros al norte. Esta cueva toma su nombre por un puente natural de roca que pasa por arriba de la entrada a la cueva. No hay señalización para llegar hasta ahí, aunque existe un sendero de unos 200 metros desde donde se puede estacionar el vehículo. Un curioso nos advierte que no podemos dejar los vehículos solos porque pueden robarnos.
La cueva fue descrita por primera vez en 1955 por Fray Tarcisio Villanueva, aunque reportada por primera vez por un grupo de scouts, quienes lo comunicaron a el diario El Caribe, de donde Tarcisio tomaría la información.
Desde hace décadas Abreu ha explorado esta cueva, la cual puede que sea la que describe Fray Ramón Pané, quien viajó a La Española en el segundo viaje de Cristóbal Colón.
Pané era un monje de la Orden de San Jerónimo, y quizás el primer europeo en estudiar y aprender la lengua taína. Además de que por encargo del mismo Almirante, investigó y escribió el primer libro escrito por los españoles en América titulado “Relación acerca de las antigüedades de los Indios”.
En el Capítulo 11 destaca el mito del origen del sol y la luna: “Y también dicen que el Sol y la Luna salieron de una cueva, que está en el país de un cacique llamado Mautiatihuel, la cual cueva se llama Iguanaboína, y ellos la tienen en mucha estimación, y la tienen toda pintada a su modo, sin figura alguna, con muchos follajes y otras cosas semejantes. Y en dicha cueva había dos cemíes, hechos de piedra, pequeños, del tamaño de medio brazo, con las manos atadas y en actitud de sudar; cuyos cemíes estiman ellos mucho, y cuando no llovía dicen que entraban allí a visitarlos y de repente venía la lluvia. De estos cemíes, a uno llamaban Boinayol (Boinayel) y al otro Maroya (Márohu)”.
Muchas evidencias arqueológicas indican la importancia que tenían para los taínos los solsticios, en especial el de invierno, como concluyera un estudio llevado a cabo en 1980 por Sebastián Robiu Lamarque, haciendo referencia a la mítica plaza de Chacuey en Dajabón, la cual está orientada específicamente a la salida de sol durante el solsticio de invierno.
Según Abreu, la cueva de El Puente tenía en principio dos entradas: una en el techo, a la altura de unos 60 metros sobre el último piso visible desde la altura, y otra lateral, pero que también era parte del techo, el que desapareció originando una especie de dolina, con paredes verticales, que es lo que le da apariencia de corral.
La segunda entrada da paso a una pendiente que se extiende por unos 40 metros hasta la zona de penumbra y continúa más acentuadamente por cerca de 25 metros hasta llegar al borde de un pequeño precipicio, distante aproximadamente 10 metros del piso visible desde arriba, aunque aparentemente se ve como de una altura descomunal dada la extensión de la sala, la inclinación de ese piso y la majestuosidad de esta cueva.
En el solsticio de verano el sol entra perpendicular por la entrada del techo creando un efecto de rebote que ilumina la cueva completa. Mientras en el solsticio de invierno, cuando el sol está más al sur, un rayo de sol se va dibujando sobre la pared norte hasta iluminar, por una sola vez en el año, una estrecha cornisa donde los taínos tallaron en estalagmitas dos petroglifos que pudieran marcar el año nuevo taíno.
Una evidencia de esto, según Abreu, es que los taínos no acostumbraban a tallar petroglifos en zona de penumbra, lo cual fue el primer indicio que le motivó a seguir investigando.
Luego de visitar durante años la cueva de El Puente, Abreu está convencido de haber encontrado lo que Pané describió hace más de 500 años. Al estar agachado frente a los dos petroglifos en la zona de penumbra de la cueva, donde solo en el solsticio de invierno permite al sol tocar a la 1 de la tarde a Boinayel y Máhoru, una sonrisa se dibuja en su rostro y a quienes le acompañamos, nos hace sentir que logramos una conexión mágico-cósmica con los habitantes originales de esta isla justo a la 1 del mediodía, en uno de los tesoros antropológicos que aún nos quedan y que se encuentran amenazados por la minería omnipresente en el lugar.