Migración, nacionalidad y derechos humanos
En el debate sobre todo lo relativo a la última sentencia de la Corte Interamericana de Derechos (CIDH) ha faltado un ejercicio de argumentación jurídica que permita al Estado dominicano defender su normativa constitucional sobre la nacionalidad, tanto en respuesta a dicha sentencia como ante cualquier escenario en el plano internacional. Podría decirse que el Estado dominicano no ha construido una teoría o tesis jurídica sólida sobre esta cuestión, al menos no aparece en su defensa en el caso recién fallado por dicha Corte, ni en ningún otro documento público que haya sido presentado en algún otro foro internacional. Los actos de reafirmación nacionalista en el plano local, por más estridentes que sean, no nos alcanzarán para construir una defensa jurídico - técnica efectiva del régimen de nacionalidad que el Estado dominicano se ha dado en su Constitución.
Un argumento central que se ha esgrimido en contra del Estado dominicano, el cual está plasmado en la referida sentencia de la Corte Interamericana, es que la distinción entre los hijos nacidos de padres en situación migratoria regular de aquellos de padres en situación irregular es discriminatoria pues impacta de manera desproporcionada a una determinada categoría de personas, esto es, a los descendientes de haitianos que viven en el país en condición de ilegalidad. La Corte apela en su jurisprudencia al concepto de “discriminación indirecta” para referirse al impacto discriminatorio que tienen “normas, acciones, políticas o en otras medidas que, aún cuando sean o parezcan ser neutrales en su formulación, o tengan un alcance general y no diferenciado, produzcan efectos negativos para ciertos grupos vulnerables”.
No hay dudas que bajo este estándar la República Dominicana nunca podrá tener un régimen propio de nacionalidad que contenga disposiciones restrictivas, pues, quiérase o no, cualquier régimen que se adopte con algún nivel de restricción tendrá, lógicamente, un mayor impacto sobre los inmigrantes haitianos, pues son estos los que integran la mayor parte de la población migrante en el país. Bajo esta óptica interpretativa de los derechos humanos, la única opción que le quedaría al país es un régimen totalmente abierto de nacionalidad, lo que no hace la mayor parte de los países del mundo sin que esto necesariamente plantee un problema de derechos humanos.
Ciertamente, las distinciones o clasificaciones que hacen las leyes o cualquier política gubernamental que pueda afectar los derechos de determinadas categorías de personas se somete siempre a un escrutinio estricto y riguroso por el órgano jurisdiccional competente con el fin de establecer si dichas distinciones y clasificaciones violan los principios de igualdad y no discriminación –pilares de todo ordenamiento jurídico que tenga como fundamento la dignidad de las personas-, diferente a otros tipos de normas o actos que son sometidos a estándares de evaluación mucho menos exigentes. Pero esto no quiere decir que el Estado no pueda establecer distinciones o clasificaciones, sino que, cuando las haga, tiene que probar que tiene un interés imperioso y convincente para establecerlas, así como que las mismas procuran un objetivo legítimo del Estado.
Personas razonables pueden diferir sobre el régimen de nacionalidad que República Dominicana debe adoptar. Habrá quienes aboguen por un régimen sin restricciones, mientras otros defenderán algún tipo de restricción, como aconteció en la Asamblea Nacional Revisora que decidió establecer, en adición a las ya existentes, una restricción para la adquisición de la nacionalidad dominicana cuando se trate de niños o niñas nacidos en el país de padres en condición migratoria irregular. Ahora bien, la pregunta es si el Estado dominicano tiene objetivos legítimos e intereses imperiosos y convincentes para establecer esa distinción, y la respuesta es que sí.
La realidad particular –tal vez única en el mundo- de la compleja relación entre dos naciones (República Dominicana y Haití) en el ámbito de una isla, particularmente en lo que concierne a la cuestión demográfica, ofrece razones suficientes para que la República Dominicana se dote de un régimen de nacionalidad relativamente restrictivo como el que está plasmado en la Constitución de 2010. Y es aquí donde entra a jugar su papel primordial el principio consagrado en el Derecho internacional de que los Estados tienen como atributo irrenunciable la potestad soberana de determinar a quienes le corresponde su nacionalidad, lo cual hacen en función de sus intereses nacionales a partir de las realidades particulares de cada Estado.
Hay que reconocer que el otro elemento que entra en juego en esta problemática es la obligación que han asumido los Estados de no fomentar la apatridia, pero esta obligación no es exclusiva del Estado dominicano, sino también del Estado haitiano, al cual no parece que se le someta al mismo escrutinio que al dominicano al momento de evaluar el cumplimiento de esta obligación. Esto plantea una cuestión todavía más compleja que trasciende lo meramente jurídico, pero que es normalmente ignorado por quienes juzgan a la República Dominicana. Este aspecto de la discusión amerita también una respuesta mejor articulada por parte del Estado dominicano en el contexto de la realidad particular de Haití y su prácticamente intratable crisis socio-económica, institucional, medioambiental y de seguridad.
De nuestra parte –hay que decirlo si tapujos- son tantas las faltas, las deficiencias y las irresponsabilidades que hemos tenido y seguimos teniendo en el manejo de la cuestión haitiana que nos resta credibilidad al momento de plantear nuestros argumentos en los escenarios internacionales en los que deben presentarse. Pero reconocer nuestros errores no parece en lo más mínimo aceptable en el polarizante ambiente en que vivimos.