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El teatro: cinco variantes y una coda

En una mesa alcancé a ver a Andrés L. Mateo. En otra, pude observar a Avelino Stanley. Estaban empresarios y profesionales muy conocidos, columnistas de diarios. Era un ambiente de cabaret: mesas, tragos, algo para comer y bullicio. Una ración de buen público en un espacio en que, tal vez, podíamos reunirnos unas cien personas, probablemente menos. Yo estaba en una mesa delantera acompañado de mi mujer y dos de mis hijos. De pronto, me di cuenta que conocía al señor que estaba en la mesa justo frente a la mía. Tomaba champagne, tal vez una cava o un espumoso. Hacía las veces de champagne, que es lo que debe tomar la clase pudiente haitiana que tanto parece identificarse con La France. Waddys Jáquez presentaba su nuevo teatro musical “Camaleón, cabaret y circo”. El mismo Waddys, la misma franja argumental, pero siempre renovado, como si su historia nunca tuviese fin y sus seguidores nunca quedáramos saciados de su talento y de su ejercicio pionero en la configuración de un nuevo estilo de teatro que comenzó su andadura hace ya como unos veinte años. Waddys es un Pargo que no cesa y que ha dejado huellas. Mientras disfrutaba su “Camaleón” –que ya se encargaría Carmen Imbert Brugal de reseñar brillantemente- seguía observando de reojo al personaje frente a mí acompañado de su esposa y de una joven que luego me presentaría como su hija. Al fin, pude dar mentalmente con su nombre. A la salida, lo saludé: Monsieur le Président. “¿Cómo me ha reconocido?”, me dijo mientras contestaba mi saludo en perfecto español. Era el ex presidente haitiano Jocelerme Privert, gobernante provisional que sucediese a Michel Martelly y quien traspasara el mando al actual presidente Jovenel Moise. Le pregunté si residía en el país y me respondió que no. Lo dudo. No son pocos los presidentes y ministros haitianos que una vez dejan el poder se radican en el país y pasan desapercibidos. Conozco el caso de un primer ministro que estando en el gobierno de René Préval tenía su hija estudiando en un colegio de Arroyo Hondo, donde residía junto a su madre. El “Camaleón” de Waddys convocaba a escritores, empresarios, profesionales, columnistas de diario y a un ex presidente haitiano, en un espacio de teatro pequeño instalado en una gran plataforma comercial como Ágora Mall.

El teatro de cueva o subterráneo –alternativo le llaman- es común en diferentes ciudades del mundo. Lo encuentras en Buenos Aires, en Colombia, en Praga, por ejemplo, donde su famoso teatro negro se disemina en decenas o centenas de espacios teatrales como un arte dinámico y propio que identifica a la hermosa capital de la República Checa. Es un teatro que se aleja del espacio convencional, de las salas tradicionales, y que se destina a públicos pequeños, otorgando a la puesta en escena un carácter diferenciador con los auditorios que pueden albergar una mayor cantidad de espectadores. Casa de Teatro abrió las puertas a esta dinámica teatral hace más de cuarenta años. Y luego, Nuevo Teatro en el barrio Don Bosco se constituyó en un escenario sin igual, al mando de dos veteranos del oficio Rafael Villalona y Delta Soto. Recuerdo la representación de “La empresa perdona un momento de locura”, del venezolano Rodolfo Santana, que resulta aún inolvidable. El ejemplo lo continuaría Las Máscaras, en la Arzobispo Portes, un espacio para no más de cincuenta personas que mantiene una activa cartelera desde hace varios lustros, obra de amor y pasión de Germana Quintana y Lidia Ariza. Y un poco más allá, en la misma calle, el Teatro Guloya, de Claudio y Viena. En el Barrio de Mejoramiento Social está el Teatro-Escuela Luna. En la Roberto Pastoriza funciona el Teatro X. Basilio Nova alimenta con su esposa Ana la sala Cúcara-Mácara que se destina fundamentalmente al teatro infantil. Desapareció La Cuarta, espacio teatral de Dionis Rufino y Julissa Rivera que tuvo muy buena aceptación. Y la novedad es el Micro-Teatro, un proyecto de origen español que está plantando raíces con muy buenas perspectivas en la Ciudad de los Colones. Teatro breve, con presentaciones simultáneas de quince a veinte minutos de duración, en salitas para no más de una docena de espectadores, de pie, mientras los “clientes” aguardan tomando alguna bebida y conversando. Funciona en el antiguo bar Ocho Puertas.

El teatro musical fue una experiencia pasajera hasta que Nurín Sanlley le puso faldas largas, o mejor, bombachas con lunares rojos. Y Amaury Sánchez le dio aire de Broadway y nos metió a todos en ese carrusel de historias donde el arte se unifica y expande a la vez para ser teatro, danza, música, voz y coro en una provisión de talento y magia. Nacía una nueva experiencia teatral en Santo Domingo, que fue a su vez cuna y surgimiento de nuevos valores, de nuevos artistas, de una juventud que mostraba cualidades desconocidas y que patentizaba un modelo puesto en boga desde hacía añales no solo en New York sino en otros escenarios de Norteamérica y Europa. El teatro se dimensionaba bajo nuevas y renovadoras características. Los costos y el escape de la publicidad hacia otros intereses, malograron tal vez esta apuesta escénica tan retadora y divertida.

Más de una vez escribí y hablé de que el futuro del libro y del teatro estaba en las grandes plataformas comerciales, en las ágoras modernas o posmodernas, qué más da. Las librerías no atendieron el reto. El teatro, sí. En Blue Mall, que inició la oferta; en el Down Town, en Acrópolis, en Ágora Mall, en 360, el teatro está haciendo surcos. El teatro musical y el espectáculo artístico popular. Es la nueva cartografía del arte en Santo Domingo. La oferta es de buena factura. Y la respuesta del público, solidaria. Al fin y al cabo, se trata de esfuerzos de gente joven que hace una apuesta vital por la supervivencia del arte y la cultura, contra viento y vientos. Acabo de ver “Godspell”, un revival con un elenco de gente joven. La dirección vocal y coreográfica es excelente. La dirección musical, acertada. El desborde de talento, impresionante. Está en Acrópolis –Studio Theater, se llama- por varios fines de semana. Fui el sábado pasado y estaba abarrotado de público. Ojalá permanezca en cartel por varias semanas más.

Presencié “Yago-Yo no soy el que soy”, una versión criolla, criollísima, del “Otelo-el moro de Venecia” de Skakespeare. Fausto Rojas inscribe una propuesta teatral de altos quilates, en pleno escenario del Teatro Nacional donde albergó a público y elenco en un solo espacio. El trabajo actoral, la musicalización, el movimiento escénico, la “gallera” donde se monta la historia, la vocalización de los parlamentos, el ambiente escenográfico, todo se conjuga para obtener un producto teatral de alta calidad. Hay un crecimiento indiscutible en la planilla de la Compañía Nacional de Teatro. Las actuaciones son memorables y la adaptación digna de asistir al festival shakesperiano que anualmente se instala en el Central Park de Nueva York. Un amigo, junto a quien disfruté este espectáculo teatral ya laureado en los premios Soberano, conocedor mucho más que yo de Skakespeare y asiduo al festival aludido, me sorprendió al comunicarme cuando llegaron los aplausos finales que era la mejor representación que había visto del Otelo. El teatro dominicano anda en buen momento. Estamos viviendo un renacimiento de nuestras tablas. Desde la juventud del talento y desde la veteranía vigente. Cecilia García revive a Judy Garland dentro de unos días, en una reposición necesaria. Y María Castillo, junto a una Judith Rodríguez que podría ser su sucesora a juzgar por lo que ya vamos viendo de este nuevo rostro del teatro nuestro, están en la Sala Ravelo.

CODA. En este país de los Bonoluz, bonogás, bonos solidarios o soberanos, debiera establecerse el Bonoteatro, para ayudar a que este movimiento teatral tan activo no desfallezca. Y el talento joven que observé entusiasmado en “Godspell” y el talento veterano que aplaudí en “Yago” y el talento revolucionario que disfruté en el cabaret de Waddys, haga como en la pelota –sin esteroides- que pique y se extienda.

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