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Chocolateando con los Lectores

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Chocolateando con los Lectores

Ya sea desde su residencia en San Juan de Puerto Rico o situado en su hábitat miamense, el gran historiador y coleccionista de la música caribeña, el caro amigo Cristóbal Díaz Ayala -uno de mis mejores lectores y brújula indispensable para cualquier investigador de la música de nuestras islas de azúcar, tabaco, café, cacao y ron- me estimula con frecuencia, aportando sabrosos y eruditos comentarios a los artículos que le envío en servicio expreso a manera de preview release. Exhibiendo su natural veta humorística, esa cubanía chispeante que lleva adherida a la piel como sello de identidad, Cristóbal acota sabiamente, a propósito de la columna Chocolate con pan, trasladándonos al ambiente de las "lecherías" habaneras que disfrutó años ha.

"José, esta nueva serie culinaria tuya, me está trayendo problemas: engordo una libra cada vez que leo uno de tus artículos... Y este me ha traído los recuerdos paralelos de Cuba, con sus 'lecherías' que eran cafés especializados en el 'café con leche' y todos sus derivados; batidas, churros, etc. El mobiliario era sencillo, mesitas de mármol con cuatro sillas; el café con leche se tomaba en vasos de cristal, con más contenido que una taza. El mozo acudía a tu mesa con dos grandes jarras de metal, una en cada mano conteniendo la leche y el café. Se suponía que tú ya le habías echado a tu vaso azúcar, y una pizca de sal (eso es andaluz, le da más 'cuerpo' a la leche, y es rigurosamente cierto). Tenías que haber dejado tu cucharita, de mango largo, dentro del vaso, para que se fuera calentando paulatinamente cuando se vertiera la leche caliente. De otra forma, el contacto súbito de la fría cucharita contra la pared de cristal caliente, podía producir su rajadura... Si no lo habías hecho, el camarero te conminaría a que lo hicieras: '¡Meta la cucharita en el vaso!' Acto seguido te haría una pregunta importantísima: '¿Claro u oscuro?', para saber la cantidad de café a echarte. Una de las leyes de la física, aunque no aparece en ningún tratado de física, es que primero se vierte la leche, y después el café.

El pan venía tostado, en flautas largas, cortadas en lajas de una pulgada de ancho y seis de largo con mantequilla. La mayoría de los parroquianos sumergían esas tostadas en el vaso, para que se impregnaran del café con leche, y las iban comiendo. Esto producía otro fenómeno físico; al entrar en el líquido, la tostada producía un desplazamiento en el mismo, subiendo el nivel dentro del vaso, que volvía a bajar, cuando se retiraba la tostada del vaso. Este fenómeno físico se bautizó con el científico nombre de 'sube y baja' y en consecuencia, por antonomasia, generalmente no se pedía un café con leche, sino un 'sube y baja'."

El doctor Juan Rafael "Johnny" Pacheco Perdomo, primo de mis primos y uno de los referentes claves de la historia de la avenida Pasteur que lo vio crecer y desarrollar sus múltiples talentos, también receptor del servicio de los previos, me escribe a propósito de la pasada columna Chocolate con pan disparándosele el resorte de los recuerdos, situándolos entre pinares montañosos y placenteros, cuando los abuelos batían el chocolate y nutrían a sus cachorros para asegurarles crecimiento sano.

"Gracias José, muy bueno tu chocolate con pan. Si lo llego a leer un poco más temprano, antes de cena, seguro que pongo a Fella mi esposa a que me lo prepare... Tu artículo trajo a mi memoria los chocolates que preparaba mi abuela Alicia en Jarabacoa, en la cocina de su casa de veraneo, y que por cierto estaba en una caseta fuera de la casa... Ahí, en esas noches de frío, salía a relucir su molinillo de madera para batir rápidamente la leche con el chocolate y producir aquel chocolate bien caliente, espeso y espumoso, que devorábamos acompañado de telera de huevo de la panadería de Pimienta, la mantequilla danesa que abuelo Manuel siempre llevaba de la capital los fines de semana y queso blanco criollo... ¡Qué manjar! Bendiciones y paz. Johnny"

Camino hacia el Bravo de la Churchill, al cruzar por la nueva heladería que atrae a grandes y chicos, provista de haraganas que hacen las delicias de los habitué que se solazan en la amplia calzada, al verme pasar se dispara de su poltrona muelle un rostro que apenas reconozco para decirme que había omitido las tabletas de chocolate Familiar y Dulcera que elaboraba su familia. Es Felix Bolonotto, primo de mi amigo Ignazio e hijo de Constantino, quien en 1947 se sumó a su hermano Pietro -ya establecido en el país desde 1930, al igual como lo hicieron sus hermanos Ignazio y Mario, Tulio Sartori y Luigi Martina Ferrero, luego fundador de PANCA-, alrededor de una de las industrias más apetitosas que olfato infantil pueda apreciar, una experiencia que en mi caso se inició al despuntar la década del 50. Era Dulcera Dominicana de Bolonotto Hermanos, la fábrica de chocolate que nos anestesiaba al pasar por su enorme emplazamiento en el cuadrante comprendido por las calles Ciudad de Miami (hoy Tejada Florentino), La Guardia, Barahona, Francisco Henríquez y Carvajal, sita en Villa Consuelo en la proximidad de La Voz Dominicana.

De allí salían esos olores pastosos, amables, seductores, evidentemente achocolatados, que nos envolvían en alucinaciones y nos ponían a volar -algo que sucedía cuando nos aproximábamos a Boca Chica en tiempos de molienda y desde los tachos de la factoría se escapaban los vapores meladores que nos inundaban los pulmones, señal de que la playa estaba cerca y nos esperaba un buen jalao fresco al final de la jornada. Uno de los recorridos de la guagua de La Salle que me tocó en mis años en ese colegio, pasaba por la Barahona, bordeando la Dulcera. Por las ventanas abiertas se colaba el aroma del cacao y yo casi le decía a Trigo que redujera la velocidad, para prolongar la inhalación de la golosina vaporosa.

En el triángulo que forman las calles Charles Piet y Ciudad de Miami, frente a la Dulcera, en ocasiones se instalaba un carrusel o "caballitos" como solíamos llamarle al tiovivo, que visité por vez primera en 1951, llevado por los tíos Arístides Álvarez Sánchez y Llullú Pichardo, a la edad de cuatro años y todavía recuerdo el episodio como si fuera hoy. Una de las metas de muchacho, era penetrar a esa estructura pintada de amarillo maíz con marrón ladrillo en el zócalo o friso, para comprar en el despacho las bolsitas surtidas de chocolatines redondos y ovalados envueltos en papel metálico de colores, rojo, azul, verde, morado. Junto a las mentas y los caramelos de miel, estos últimos mis preferidos. Bombones rellenos de sherry, galleticas María Victoria, bolas de chicle (Bola de fuego), paletas y otras exquisiteces que salían de nuestra mágica Factoría de Chocolate. Como aquella historia del excéntrico Willy Wonka, que llevada al cine en los 70 disfruté con mis hijos, interpretada por el simpático Gene Wilder y ahora gozo con mis nietos en versión más cruel de Tim Burton, actuada por el loquísimo Johnny Depp.

En adición a las tabletas para preparar el chocolate caliente, ya mencionadas, entre las marcas que la empresa colocó en el mercado, se hallaba la cocoa en lata Vitalidad, chocolatines Dulcera, barritas de chocolate Cri Cri con arroz crocante y Carnaval rellenas de galleta, así como chocolates finos Helder y Dany. El inventario de Dulcera Dominicana incluía la galletas Familiar, Crema, María Victoria, Merendina Vitalidad recubierta de chocolate, y Zoológico, con figuritas de animales. Las mentas y caramelos Ecla, Marvel, Dulcera, Torino, y Mary, estas últimas preñadas de guayaba, piña y naranja. Gomas de mascar Súper Gum Bomba y Bola de Fuego. Gomita Gema. Surtido Regal y la cubeta Surtido de Navidad.

Cuando daba los últimos teclazos a la Mini Toshiba que me sirve de compañera fiel, confidente de tantas cosas y vehículo de mis comunicaciones vía Internet, me llegó a la casa una bolsa blanca con sello rojo de Munné. La misma contenía una amable misiva calzada por Ricardo E. Munné G., en la cual agradece tomar en cuenta a esa empresa -cómo no hacerlo si tomo en Panavi una rica taza de ese licor azteca- en el artículo Chocolate con pan, haciendo provecho para enviarme algunos productos, como el chocolate de mesa, la cocoa y el chocolate líquido que se emplea en los postres. Adjunto, un hermoso libro, Munné & Co. 75 Años de Historia, escrito por Antonio E. Munné T., una joyita que de inmediato me dispuse a degustar, como sucede con una buena lectura, por demás cacaotera, cafetera y arrocera, imposible no paladearla. Sobre el obsequio de los productos, el remitente indica que tienen el propósito de que "al igual que Antonio el personaje de Cestero, se tropiece con el chocolate a cada rato y en este caso que sea Munné".

Para comprobación, abrí la despensa y a la vista un pomo de esa cocoa -ya las tabletas de mesa se habían agotado, por tanto, bienvenidas-, justo al lado de sendos tarros de Café Santo Domingo, uno de tope rojo y otro verde, descafeinado. Pero como chocoadicto practicante, en proceso de inventario, me dirigí a la nevera y allí en los bolsillos de la puerta, las tabletillas de Premium de Cortés, en sus versiones Cono, Cacao, Café, junto a los cuadritos Ritter, que reservo a los nietos y visitas no afectas al chocolate amargo, dark, noir, zwarte, que es lo mío. En una exhibición excelente que Munné montó en Casas Reales, conocí sus tablillas, que compré por cajas en fábrica para mis nietos y el hijo de Lucy, mi cocinera. En el librero del dormitorio mantengo un mosaico de 1 kilo de Kah Kao, empacado en papel aluminio, un maravilloso chocolate gourmet dominicano elaborado por Nazario Rizek, que adquiero en su tienda-bar en Blue Mall. Opciones con leche y amargo en 55, 62 y 70% de cacao, el que consumo.

Pero mi barriga es universal y entre tramos repletos de libros, se ubican 1 Lindt Noir, 2 barras de Carrefour Écorces D'Orange Noir, 1 de 200 gr "les carrés gourmands", 1 Extra Noir 72% y 1 Godiva 31%, para los amantes de lo suave. Suma: 700 gramos de felicidad achocolatada.