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Sequía
Sequía

La lluvia que no moja la tierra

Sin hierba ni agua tras meses de sequía, los ganaderos de El Seibo temen una catástrofe

Bajo el sol que hace arder una mañana de agosto, la vaca pinta sale del corral y a pasos lerdos camina en dirección al arroyo. Lleva marcada la silueta de sus vértebras, pero desecha los comederos llenos de pámpanos de plátano con agua de melaza y algún forraje de jobo y piñón cubano. Tiene sed y, aunque se detiene a ratos, la inercia la lleva hasta el cauce seco, con solo tres pozas a los extremos que su dueño -Francis Miguel Aybar- ha obstruido porque ahí enfermó otra res y fue difícil pararla. Por donde una vez caían chorros hoy sólo descienden exiguas gotas que apenas mueven el agua del charco contaminado.

Francis, un ganadero de cincuenta años de la provincia El Seibo, está parado en medio del otrora arroyo y con voz agitada relata que antes podía pararse en la orilla, -a la altura de su cintura- tirar el anzuelo y pescar guabinas, pero hace unos cinco meses que el nivel empezó a bajar hasta secarse.

- Esto era un río, un río, pero ya no, ya se fue todo- afirma el ganadero y se queda en silencio unos segundos mientras a lo lejos se oye el canto de un gallo.

A sus pies se marchita la hierba que dejó la vaca enferma cuando Francis logró llevarla a un pequeño potrero con pasto verde, que ha reservado para las convalecientes. Además del alimento, le llevaba agua del río Soco en una ponchera y gastó unos mil seiscientos pesos en antibióticos, suero y dextrosa. Solo para mantenerla viva porque la producción de leche, su principal fuente de ingresos, ha caído: con sus treinta y dos reses podía sacar del ordeño entre ciento cuarenta y ciento cincuenta litros diarios y ahora apenas llega a cuarenta... para venderla más barata, pues el precio ha bajado de veintidós pesos a dieciocho por litro.

Eligio Carela, coordinador en la región Este del programa de Mejoramiento de la Ganadería Lechera (MEGALECHE), de la Dirección General de Ganadería, explica que una vaca toma entre noventa y ciento quince litros de agua diarios. A Francis se le han muerto dos reses por la sequía y recorre seis kilómetros en su camión hasta el río Soco, dos veces al día, para que no se le “caigan” sus cabezas de ganado. El agotamiento de la fuente de agua que tiene en sus tierras le cuesta seiscientos pesos por cada viaje, en combustible y trabajadores que le ayudan a subir los bidones. Francis llena la pileta de agua y no dura diez minutos. Cuando las reses salieron a comer, el recipiente estaba seco.

Es mediodía. Hace una hora cayó una llovizna en el pueblo, pero al caminar sobre los troncos de hierba en las tierras de Adolfo Peguero se oye como si los pasos se desplomaran en montones de hojarasca.

-Ahorita estaba lloviendo pero mira cómo está, sequecito-, dice.

Hace quince días que murió una de sus vacas y para “aguantar” las doscientas diez que le quedan gasta más de tres mil pesos diarios. Las dos lagunas y la cañada que tenía para las vacas se han secado hace más de siete meses, por lo que Adolfo se levanta a las cinco de la mañana para dar el primero de los quince viajes al río Seibo con un tinaco -con capacidad para mil litros- que mezclará con melaza del plan de contingencia de la Dirección General de Ganadería. Mientras Adolfo se lava las manos manchadas de melaza en una de las cinco piletas, pasa por la carretera una camioneta cargada de hierba. También él da unos tres viajes buscando alimento en las orillas de las carreteras.

El hombre, de cuarenta y ocho años, tiene más de veinticinco siendo ganadero y según sus cálculos la sequía tiene más de año y medio. Antes podría obtener trescientos cincuenta litros del ordeño y ahora apenas llega a cien. Para él, ningún tiempo fue más árido.

-Aquí el agua se pone y la brisa hace así y se mete y se la lleva a Hato Mayor-, dice en la carretera el ganadero Luis Sánchez, de sesenta años, quien cuenta que el arroyo de sus tierra aún tiene charcos para sus cien reses. Para él la situación es desesperante: tiene un gasto diario adicional de unos tres mil pesos, pues debe comprar el alimento a sus vacas y becerros y tiene menos ingresos porque la producción de leche se le cayó hace más de tres meses.

Aunque el director de Ganadería, Bolívar Toribio, declaró recientemente que en esa entidad sólo habían reportado la muerte de unas veinte vacas en El Seibo, en la provincia las historias son otras. Ganadería no tiene un registro oficial con el número exacto de pérdidas de ganado en esta temporada, pero en año y medio han muerto doce de Adolfo Peguero, cinco de Luis Sánchez y dos de Francis Miguel Aybar, quien cuenta que a un señor llamado Ítalo se le han muerto cinco y que en la finca de una señora ya van alrededor de cincuenta cabezas (de más de seiscientas).

Para el técnico de la Dirección de Ganadería, si el tiempo seco persiste dos meses más, será “catastrófico”. Según la institución en el Este, las pérdidas entre enero y junio se estimaban entre trescientos y cuatrocientos millones de pesos. La producción de leche diaria estaba en un promedio de seiscientos mil litros, pero ahora Carela la estima en trescientos cincuenta mil. Además, muchos ganaderos no emplean la tecnología necesaria para conservar el pasto del buen tiempo. El técnico manifiesta que es visible la desmejora en las reses: la mayoría de las vacas tiene un nivel de masa corporal de tres, siendo cinco el máximo.

La Dirección de Ganadería había empezado el programa de apoyo a los productores el día anterior: tres mil galones de melaza (diez para cada productor), un campo de caña (por el que pagó setecientos cincuenta mil pesos) y camiones de agua para los ganaderos, aunque algunos de ellos aún no se habían enterado. Carela recuerda una sequía similar en los años noventa, cuando la preparación de los ganaderos era -según dice- menor. Aquella vez el ganado era mayormente productor de carne y se pasó a uno que además es lechero.

Del pasto verde que cubría las mil setecientas tareas de tierra donde Adolfo tiene sus reses hoy quedan una hierba mustia pegada a la tierra polvorienta y algunas matas de guayaba. Algarrobos, mangos y samanes espaciados dan la escasa sombra del terreno, aprovechada por algunas vacas para resguardarse del sol de mediodía. En los potreros aún se encuentran huesos de reses muertas hace unos meses y cuya carne devoraron las mauras y los perros.

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