Carta de una educadora social a los atacantes de La Rambla
ESPAÑA. Raquel, una educadora social del pequeño pueblo de Ripoll, en Cataluña, escribió una carta la que publicó en las redes sociales sobre siete de los jóvenes atacantes de La Rambla y Cambrils, en Barcelona, la pasada semana.
La mujer, quien conoció a Said, Moha, Moussa, Youssef, Omar Younes y Houssa habla sobre cómo los jóvenes de origen marroquí tuvieron una vida “normal” de chicos, o esa entendía ella.
La carta se ha hecho viral.
Aquí completa:
Quiero explicar cosas que no saldrán en los periódicos ni en la tele. Necesito gritarlo a los cuatro vientos, porque mi corazón está muy triste, mucho.
Nunca había tenido un sentimiento tan fuerte como este, porque no es racional, no viene de algo que vieras que tenía que pasar o que forma parte de la vida. Viene de otro sitio que no soy capaz ni de describir.
Estos niños eran como todos los niños. Como mis hijos, eran niños de Ripoll. Como aquel que puedes ver jugar en la plaza, o el que carga una mochila enorme de libros, el que te saluda y te dejar pasar ante la cola del súper, el que se pone nervioso cuando le sonríe una chica.
Me duelen las chispas que encienden el odio en las redes, en la calle, en el pueblo donde vivo, en los periódicos... Donde se muestra la ignorancia, el rencor, la indiferencia, el no respeto hacia el prójimo, los tópicos, las fronteras, el girar la cabeza hacia otro lado, el no saber ponerse en la piel del otro .
Y esto se repite siglo tras siglo, año tras año. ¿Qué estamos haciendo mal? Hay que detener esto. Tenemos que hacer algo. Y yo que creía que lo estaba haciendo bien, que había contribuido con mi granito de arena...
Es cierto que nunca lo había vivido en primera persona y esto ha hecho que haya cambiado el punto de vista. Y además ahora lo veo desde el otro lado y estoy destrozada.
Las cosas que pasan en la tele o en la otra punta del mundo son cosas que se acaban diluyendo y olvidando, y nunca se sabe lo que es cierto o real. Y terminaba ganando la ira, la rabia e incluso acabamos pidiendo “el ojo por ojo, diente por diente” para castigar estos actos.
Ahora tengo una sensación que se escapa...
Me duele ver el mosaico de Miró manchado de sangre. Me duele ver que es en mi ciudad. Me duele pensar que podría haber reconocido a familiares en las Ramblas, donde me he dejado más de un par de suelas caminando.
Me duele que hayan sido ellos...
No puedo contener las lágrimas. Mejor dicho, no he dejado de llorar desde el primer día y sé que nunca podré dejar de hacerlo. Estoy destrozada, rota por dentro.
Sé que estos días la balanza y el apoyo se decanta hacia las víctimas, hacia los hijos perdidos, las familias destrozadas, la ciudad de duelo.
Pero permitidme contaros y enseñaros la otra cara de la moneda, la que no sale en los periódicos, la que no llora en público, la que en silencio contiene las lágrimas porque parece que esté mal visto llorar por ellos.
Permitidme deciros cómo eran ellos, o al menos los niños que yo conocí. Mis pre-jóvenes del Lokal. Se me hace tan duro.
He trabajado casi toda mi vida, ahora ya tengo 41 años, en el mundo social, a pie de calle, en las trincheras, como decimos nosotros. Nada más aterrizar en Ripoll, comencé a trabajar con un grupo de jóvenes, pero había niños casi de todas las edades, unos cuidaban de los otros.
El más pequeño tenía unos 8 años y venía siempre de la mano de su hermano. Un hermano educado, tímido, amable, buen estudiante, tranquilo. En la escuela nunca se metía en líos. Un niño que siempre me ofrecía bolsas de quicos o alguna golosina que compraba con el poco dinero que tenía.
Había dos hermanos siempre se peleaban. El mayor se ponía rojo cuando entraba aquella niña que le gustaba, aunque nunca le llegó a decir nada. Nunca dejaba de venir al Lokal cuando estaba ella.
Al cabo de un tiempo llegaron más jóvenes de Nador, muchos aprendieron sus primeras palabras y -por qué no decirlo- los primeros insultos jugando a ping pong. Yo también aprendí algunos en su lengua.
Y, claro, después venían los hermanos, las nuevas generaciones. Los traviesos, los de los ojos vivos y la sonrisa en la boca.
Todos íbamos creciendo y pasando etapas. ¡No sufrimos con la adolescencia, madre mía! Entre granos, espinillas, testosterona y sueños por cumplir. Todavía recuerdo las largas charlas en el despacho -”Raquel necesito hablar contigo...”- donde hacíamos nuestras tertulias y hablábamos del futuro.
Piloto, maestro, médico, colaborador de una ONG. ¿Cómo se ha podido esfumar esto? ¿Qué os ha pasado? ¿En qué momento...?¡Qué estamos haciendo para que pasen estas cosas! Erais tan jóvenes, tan llenos de vida, teníais toda una vida por delante ... y mil sueños por cumplir.
Ya no podré volver a decir “qué guapos estáis”, o “¿ya tienes novia?” O “madre mía, cómo has crecido”. No podré ver a vuestros hijos, como veo los de los demás. No os podré abrazar... Me duele tanto. No me lo puedo terminar de creer.
Esto no debe quedar con una historia más. Tenemos que aprender de ella, hemos de hacer un mundo mejor. Practicando con el ejemplo, educando en la no violencia, transmitiendo el no odio, la igualdad. Educando en las escuelas, en los espacios abiertos, en las familias, a nuestros hijos...
Me quedan muchas cosas dentro y muchas instantáneas que no olvidaré jamás.
Said, Moha, Moussa, Youssef, Omar... Younes... Y ahora Houssa... (es una pesadilla: la lista es cada vez más larga)
¿Cómo puede ser, Younes...? Me tiemblan los dedos, no he visto a nadie tan responsable como tú...
Los actos que habéis cometido no tienen explicación y no son lícitos. La guerra, la ira, el odio no llevan a ninguna parte. Nunca, en nombre de nadie. Ni por nadie. Ni dioses, ni banderas, ni religión...
Solo puedo decir que tengo el corazón roto...