Un Español en la Corte de Marx

Marx 4 Grabado de La Ilustración Española y Americana. (Fuente externa)

Anselmo Lorenzo, un prominente anarquista español que asistió en 1871 a la Conferencia de la Primera Internacional celebrada en Londres –antesala de la escisión entre los partidarios de Bakunin y los de Marx registrada en el V Congreso de La Haya en 1872–, narra sus impresiones, como una suerte de rara avis en el círculo de los marxistas. Con alcances que hoy nos pisan los movedizos talones de la política.

Ya en Londres, “al cabo de poco rato pasamos delante de una casa, llamó el cochero y se presentó un anciano que, encuadrado en el marco de la puerta, recibiendo la luz de un reverbero, parecía la figura venerable de un patriarca. Me acerqué con timidez y respeto, anunciándome como delegado de la Federación Regional Española de La Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus brazos, me besó en la frente, me dirigió palabras afectuosas en español y me hizo entrar a su casa. Era Carlos Marx. Su familia ya se había recogido y él mismo, con amabilidad exquisita, me sirvió un apetitoso refrigerio; al final tomamos té y hablamos extensamente de ideas revolucionarias, propaganda y de organización, mostrándose muy satisfecho de los trabajos realizados en España. Agotada la materia, mi respetable interlocutor me habló de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro lo que dijo de nuestro teatro antiguo, cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente.

Calderón. Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros, no ya del teatro español, sino del teatro europeo, según juicio suyo, fueron analizados en conciso y a mi parecer justísimo resumen. En presencia de aquel grande hombre, ante las manifestaciones de aquella inteligencia, me sentía anonadado. No obstante, haciendo un esfuerzo casi heroico para no dar triste idea de mi ignorancia, suscité el parangón que suele hacerse entre Shakespeare y Calderón y evoqué el recuerdo de Cervantes. De todo ello habló Marx como consumado inteligente, dedicando frases de admiración al ingenioso hidalgo manchego. He de advertir que la conversación fue sostenida en español, que Marx hablaba regularmente, con buena sintaxis, como sucede a muchos extranjeros ilustrados, aunque con una pronunciación defectuosa. A hora muy avanzada de la madrugada me acompañó a la habitación que me destinaba.

A la mañana siguiente fui presentado a las hijas de Marx y después a varios delegados y personas que se presentaron, y me ocurrieron dos incidentes que relataré y que recuerdo con especial complacencia. La hija mayor, joven de hermosura ideal, incomprensible para mí por no tener semejanza con nada de cuanto respecto a hermosura femenina había visto hasta entonces, conocía el español, aunque como su padre, pronunciaba mal, y me tomó por su cuenta para que le leyera algo por gusto de oír la pronunciación correcta; me llevó a la biblioteca, que era grande y atestada de volúmenes, y de un armario dedicado a la literatura española tomó dos libros, uno el Quijote, otro una colección de dramas de Calderón; del primero leí el discurso de Don Quijote a los cabreros, y del otro, aquella tirada de versos grandilocuentes y sonoros de La vida es sueño, reconocidos como joyas del idioma español y concepciones sublimes del pensamiento humano.

El segundo incidente consistió en que habiendo manifestado el deseo de dirigir un telegrama a Valencia anunciando mi feliz llegada a Londres, en cumplimiento del encargo que se me hizo por el peligro que se suponía existir en Francia, me dieron como acompañante y guía a la hija menor de Marx. Esa facilidad en prestar para ese servicio a una señorita, tratándose de un extranjero desconocido, cosa tan contraria a las costumbres de la burguesía española, me admiró y agradó en extremo. Aquella joven, casi una niña, soberanamente hermosa, aunque con una hermosura más humana que la de su hermana, risueña y alegre como la personificación de la juventud y la felicidad positiva, no sabía aún el español, y aunque hablaba bien inglés y alemán como si fueran lenguas propias, estaba poco adelantada en el francés, en cuyo idioma sí podía yo hacerme entender; en resumen: nos comunicábamos en mal francés... con tanta espontaneidad y franqueza como si nos hubiéramos tratado fraternalmente toda la vida.

La reunión preparatoria de la Conferencia debía celebrarse aquella noche, reuniéndose previamente el Consejo General, al que serían presentados los delegados. Marx me acompañó al local del Consejo. A la puerta, junto con algunos consejeros, se hallaba Bastelica, el francés que presidió la primera sesión del Congreso de Barcelona, quien me recibió con las mayores demostraciones de aprecio y alegría y me presentó a los compañeros, algunos de nombre ya conocido en la historia de la Internacional. Marx me presentó a Engels, quien desde aquel momento se encargó de darme hospitalidad durante mi residencia en Londres. Ya en la sala de sesiones vi a los delegados belgas, entre ellos César de Paepe, algunos franceses, el suizo Henry Perret y el ruso Outine, figura siniestra y antipática que en la Conferencia no pareció tener otra misión que atizar el odio y envenenar las pasiones, siendo completamente ajeno al gran ideal que agitaba a nuestros representados los trabajadores internacionales.

De la semana empleada en aquella Conferencia guardo triste recuerdo. El efecto causado en mi ánimo fue desastroso: esperaba yo ver grandes pensadores, heroicos defensores del trabajador, entusiastas propagadores de las nuevas ideas, precursores de aquella sociedad transformada por la Revolución en que se practicará la justicia y se disfrutará de la felicidad, y en su lugar hallé graves rencillas y tremendas enemistades entre los que debían estar unidos en una voluntad para alcanzar un mismo fin. Si mi fe hubiera necesitado estímulos para sostenerse y si no tuviera descontados los efectos divergentes y disolventes de la ambición, de la vanidad y de la envidia, la Conferencia de Londres, en vez de una confirmación de mis ideas y de mis esperanzas emancipadoras, hubiera sido una desastrosa desilusión.

Por fortuna, pobre obrero entonces como hoy, después de treinta años, sin miras egoístas, amante entusiasta de aquella libertad, la única positiva y de extensión social que se apoya en la colectividad y hace desaparecer la clase de los oprimidos, tenía y tengo por cierto que las aspiraciones populares, seguras de su legitimidad, arraigan, se desarrollan, ganan espacio y consistencia y, por último, confirmadas por la ciencia y sancionadas por la revolución, dominarán contra todo lo que se les oponga, aunque entre los obstáculos se cuenten aquellos santones prestigiosos que las fomentaron un día y luego pusieron el prestigio adquirido al servicio de pasiones vergonzosas.

Pocos éramos los asalariados asistentes a aquella asamblea, siendo los más burgueses (ciudadanos de la clase media, como lo define la Academia) y éstos llevaban allí la dirección y la voz, ya que aquella reunión no vino a ser otra cosa que una prolongación del Consejo General, una sanción de sus planes. Puede asegurarse que toda la sustancia de aquella Conferencia se redujo a afirmar el predominio de un hombre allí presente, Carlos Marx, contra el que se supuso pretendía ejercer otro, Miguel Bakunin, ausente. Para llevar adelante el propósito había un capítulo de cargos contra Bakunin y la Alianza de la Democracia Socialista, apoyado en documentos, declaraciones y hechos de cuya verdad y autentic1dad no pudo convencerse nadie...

Asistí una noche en casa de Marx a una reunión encargada de dictaminar sobre el asunto de la Alianza y allí vi a aquel hombre descender del pedestal en que mi admiración y respeto le había colocado, hasta el nivel más vulgar y después varios de sus partidarios se rebajaron mucho más aún, ejerciendo la adulación como si fueran viles cortesanos delante de su señor. Lo único en carácter, lo genuinamente obrero, lo puramente emancipador, tuve yo el alto honor de presentarlo a aquella Conferencia: la Memoria sobre organización formulada por la Conferencia de Valencia. Trabajo perdido: el Consejo General y la mayoría de los delegados no estaban para eso: lo que les preocupaba sobre todo era la cuestión de jefatura. Ya no era cuestión de sostener una fuerza revolucionaria y darle una organización, y sostener una línea de conducta estrictamente encaminada a su objeto, sino de poner una gran reunión de hombres al servicio de un jefe.

Terminada la Conferencia, se celebró un lunch de despedida en que abundaron las lamentaciones acerca de la persecución sanguinaria contra la Comuna, y en que algunos delegados hicieron el gasto de frases y profecías usados en tales actos, y yo mismo, instado por algunos que consideraban un español como fenómeno raro, tuve que intervenir en aquella exposición de lugares comunes, pero con desagrado, expresándome en español, dejando a Engels el cuidado de traducir mis palabras al inglés y al francés, que los circunstantes de cada idioma aplaudieron cuando les tocó el turno. Me volví a España poseído de la idea de que el ideal estaba más lejos de lo que había creído, y de que muchos de sus propagandistas eran sus enemigos”.

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