Puerto Plata a la llegada de Maceo
“El 11 de febrero de 1880 es día de gloria en los anales de Puerto Plata. Al igual como Betances y Hostos en 1875, pisaba sus playas el adalid cubano Antonio Maceo. Llegaba en el barco inglés Solent. Cubanos, puertorriqueños, dominicanos, acudieron jubilosos a recibirle y desde el instante de su arribo todo fue simpatía y cumplimientos para el héroe que había enardecido tantas veces el alma americana. Para mayor ventura suya se encontraba con algunos combatientes que habían sido sus compañeros en la manigua.” Entre ellos su hermano Marcos.
De este modo inicia Emilio Rodríguez Demorizi –meritorio investigador con quien siempre estaremos en deuda por la fecunda labor de documentación y difusión de nuestra historia- uno de los capítulos de su obra Maceo en Santo Domingo (1945; 1978). Dedicada a documentar el paso por nuestro país del patriota cubano, hijo de Mariana Grajales Cuello de origen dominicano, bautizado por demás en Santiago de Cuba por el cura dominicano Manuel Miura Caballero.
Asimismo, consagrada dicha obra a consignar el auxilio brindado a la causa de la libertad de Cuba por figuras como Gregorio Luperón, Ulises Heureaux y otras personalidades e instituciones desde nuestro territorio. Quienes debieron orillar las tenaces presiones de las autoridades de España en las Antillas, cuyas valiosas posesiones de Cuba y Puerto Rico permanecieron bajo su soberanía hasta 1898. Cuando la intervención militar de Estados Unidos en la confrontación bélica que libraban los patriotas cubanos inclinó definitivamente la balanza en desfavor de España.
El Tratado de París rubricado entre España y EEUU formalizó la renuncia de la primera a “todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba”. Cediendo además a la emergente potencia del Norte, sus posesiones de Puerto Rico, la isla de Guam y las Filipinas. Obligándose EEUU al pago de US$20 millones a favor de España.
Antonio Maceo se había incorporado al Ejército Libertador en los inicios de la primera guerra de independencia de Cuba, que arrancó en octubre de 1868, encabezada por Carlos Manuel de Céspedes desde su hacienda La Demajagua y que duraría 10 años hasta la llamada Paz de Zanjón. En carta dirigida a su esposa el 26 mayo de 1872, Céspedes apuntaba lo siguiente: “Gómez (Máximo) me presentó el Coronel Antonio Maceo. Es un mulato joven, alto, grueso, de semblante afable y de mucho valor personal”. Ocupaba desde octubre del 71 las funciones de Jefe de Operaciones bajo Máximo Gómez, con quien se adiestró en la estrategia de guerra de guerrillas y de la carga al machete, que se aplicara exitosamente durante nuestra guerra restauradora.
Quien llegaba a la Novia del Atlántico en 1880, era un combatiente que al concertarse el acuerdo que puso fin al conflicto bélico cubano en 1878, salía con 26 heridas de bala y una de arma blanca estampadas en su cuerpo cual tatuaje heroico. Alguien que desde entonces se movería como pez en el agua entre Jamaica, Haití, Saint Thomas, Islas Turcas, Santo Domingo, Honduras, Costa Rica, Panamá, New York y otros destinos, evadiendo persecuciones e intentos de asesinato, con la idea fija de “formar una nueva República asimilada a nuestra hermana la de Santo Domingo”, como lo proclamara en marzo de 1878.
Conocida es la contribución dominicana a la independencia cubana, la cual no sólo estuvo marcada por la destacada presencia militar de figuras protagónicas como Máximo Gómez –quien peleara la guerra de los Diez Años y fungiera como General en Jefe de la Guerra del 95-, los hermanos Luis, Félix y Francisco Marcano, y Modesto Díaz. Sino también por muchos otros, como los Abreu y Delgado que se registraron entre los primeros mártires de la lucha.
En adición al apoyo que en el plano político, económico y de la opinión pública, se expresara a lo largo de los diferentes tramos del proceso independentista cubano. Como lo evidencia el repaso de la prensa de la época, que incluyó periódicos dirigidos por emigrados de la Isla Fascinante, tales El Laborante, El Universal y El Dominicano de 1872, dirigido éste por Francisco Socarrás. Y en esta dimensión la ciudad porteña del Norte, plenamente cosmopolita y liberal, que acunó el antillanismo, sería plataforma por excelencia para acoger a Maceo y mantener encendida su antorcha.
Como nos relatara, con precisa documentación, Rodríguez Demorizi en su fundamental Maceo en Santo Domingo.
“Puerto Plata era, entonces, como un animado campamento mambí de cubanos, soldados de la emigración que desde 1868 comenzaron a establecerse al pie de Isabel de Torres, y que cubrían vigilantes la retaguardia de las tropas insurrectas. Distinguidas familias cubanas llenaban la ciudad: Carlos Céspedes, Enrique Trujillo, el Dr. Manuel Ramón Silva, los García Copley, el Dr. Manuel Antonio Ramagoza, Gaspar Betancourt, los Socarrás, los Zayas, Pompilio y Antonio Argilagos, Federico Mola, el abogado Ignacio Belén Pérez, Pedro Recio Agramonte, Domingo Capote, Fernando Agüero Betancourt, Enrique, Diego y Carlos F. Loynaz, el profesor de segunda enseñanza Manuel R. Fernández, Serafín Otero, Diego Machado, Miguel Masvidal, Luis Loret de Mola, Martín Castillo, el Dr. Rosendo Arteaga, Paquito Borrero, Fernando Figueredo y muchos otros, entre los que se contaba un niño nacido allí que pelearía junto a Maceo: Enrique Loinaz del Castillo.
“Francisco de Arredondo y Miranda daba clases de piano; Antonio Benítez Correoso dirigía el Colegio Municipal de San Felipe; Úrsula Godoy, ayudada en sus afanes por Federico García Copley y por su hijo el escritor Federico García Godoy, dirigía la Academia de Niñas Santa Rosa. Había allí diversos establecimientos cubanos: los ingenios de azúcar de Carlos F. Loynaz; la Repostería Camagüeyana, de Cirilo Recio; el Restaurant La Habana, de Lino Castro; el Hotel domínico-cubano Unión de Cuba, luego Las dos Repúblicas, de Francisco Moroní; la Talabartería de Juan Anido; la Galería fotográfica de Narciso Arteaga; la Sastrería de Manuel Miranda; la Librería, agencia de la que Néstor Ponce de León tenía en New York, la regenteaba Fernando Cisneros y Correa.
“Desde 1873 existía la Sociedad Beneficencia Cubana, y desde 1874 la Sociedad La Juvenil, de simpatizadores de la revolución cubana. Cuba libre se llamaba un parque de la ciudad, luego Luperón. En 1875 se agrupaban los patriotas en el Club Cubano de Puerto Plata y en el Comité de las emigraciones cubana y puertorriqueña desde el que Hostos, contando con el apoyo de Luperón, le propuso a Francisco Vicente Aguilera, en carta del 12 de julio, partir de Samaná en una expedición libertadora para la irredenta Puerto Rico. Hasta en la música se manifestaba el patriotismo cubano, con tan vivo ardimiento acogido por los dominicanos: en los conciertos públicos se tocaban piezas musicales de nombres bien significativos, como El mambí, A Cuba, El Caribe...
“En todas las actividades puertoplateñas estaba presente la Isla hermana. En la Iglesia Metodista, calle de Maluis, plaza de la Logia, la cuestión cubana era tema predilecto del Reverendo N. Andrews, cuyo discurso del 23 de febrero de 1873, sobre la causa de Cuba, ‘del derecho y la razón contra la arbitrariedad de la conquista’, fue de los más ruidosos. En la Iglesia católica tampoco faltaba Cuba. Cada vez que en la manigua caía algún prócer, celebrábanse solemnes funerales: los de Agramonte fueron de los más imponentes. En la celebración de las fiestas patrias dominicanas siempre se alzaba la voz de algún patriota ‘en nombre de la emigración cubana’.
“El año de 1875 había sido de intensa actividad para los cubanos de Puerto Plata y para los simpatizadores de su causa. Fue el año de la primera llegada de Hostos a tierra dominicana, en momentos en que estaba allí uno de los más insignes patriotas antillanos: el Dr. Ramón Emeterio Betances, íntimo amigo y protegido de Luperón.
“Los tres grandes antillanos diéronse a conspirar a favor de Cuba. Animado por Hostos, circuló el periódico Las dos Antillas, que la intolerancia española hizo aparecer y desaparecer con los nombres de Las tres Antillas y Los Antillanos. Los artículos que aparecían en Las dos Antillas no dejaban de contener virulentos ataques contra España. Uno de éstos, publicado en el mes de julio bajo el rubro de Violación del derecho internacional por las autoridades de Puerto Rico, terminaba con la siguiente frase que mal podía agradar a los representantes de España en la República:
‘Las indignas complacencias y las debilidades que así el gobierno inglés como el americano tienen con la decrépita España, han envalentonado a la chusma que domina en ella, hasta el punto de figurarse que aquellas naciones le tienen miedo; y quiera Dios que no les falten motivos para esa creencia’.
El respaldo brindado a los patriotas cubanos incrementó las presiones de España sobre las autoridades dominicanas, que se expresaron no sólo por la vía diplomática, sino también por el despliegue de buques de guerra en nuestros puertos, a fin de patentizar la seriedad de los reclamos. Y en el apoyo al exilio político dominicano contrario a los azules, particularmente desde Puerto Rico.
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