La paternidad irresponsable de Rousseau
El episodio del abandono de sus hijos es doloroso. Se justifica, Se explica. Es transparente. “Acomoda” episodios para la consideración del lector. Niega. La escritura le permite ajustar cuentas con su pasado.
Los exégetas de Jean-Jacques Rousseau, en particular sus defensores, han tratado de justificar la conducta del reconocido filósofo y escritor suizo del siglo XVIII por haber entregado sus hijos a la asistencia pública de Francia. Decían que Rousseau era estéril e impotente. Los niños que entregó a Les Enfants-Trouvés de París, decían, no eran suyos. Argumento débil. Abandonó los cinco niños que procreó con Thérèse Levasseur, una hermosa mujer de condición social humilde que, desde 1745 hasta los últimos días del filósofo, compartió los triunfos y derrotas de Jean-Jacques.
Es cierto que Thérèse tuvo amantes, pero no es razón para justificar su conducta ni que Rousseau aceptaría las repetidas infidelidades de su compañera. El primer hijo de ambos nació en 1747. En 1750 Rousseau escribe en Las confesiones: “Mientras yo filosofaba sobre los deberes de los hombres [acababa de obtener el premio de la Academia de Dijon por su Discurso sobre las ciencias y las artes (GPC)], un acontecimiento me llevó a reflexionar mejor sobre los míos, Thérèse estaba encinta por tercera vez”. Y más adelante agrega: “Nunca un solo instante de su vida Jean-Jacques ha sido un hombre sin sentimientos, sin entrañas, un padre desnaturalizado. Pude equivocarme, pero no endurecerme. Si dijera mis razones, diría demasiado. Como ellas me sedujeron podrían seducir a muchos otros: no quiero exponer a los jóvenes que pudieran leerme a dejarse engañar por el mismo error. Me contentaría con decir que fue tal que, al entregar mis hijos a la educación pública, a falta de poder educarlos yo mismo, y destinarlos a convertirse en obreros y campesinos, antes que aventureros o caza fortunas, me pareció hacer un acto de ciudadano y de padre; y me veía como un miembro de la república de Platón. Más de una vez, desde entonces las nostalgias de mi corazón me enseñaron que me había equivocado; pero, lejos de las advertencias de mi razón, a menudo le he dado gracias al cielo haberlos protegido de la suerte de su padre, y de aquella que les amenazaba cuando hubiera estado obligado a abandonarlos”.
Este fue el argumento fundamental para justificar su conducta. Rousseau no quería asumir una responsabilidad moral. Se hicieron, al final de la vida del filósofo y tiempo después, infructuosas investigaciones para recuperar a sus hijos. Hay quienes sostienen que esos niños eran pura invención de Jean-Jacques. En Las confesiones, es cierto, muchos de los relatos han sido verificados como falsos o, para ser menos severo, arreglados por el propio autor para expiar una culpa.
La escritura como liberación era común en Jean-Jacques, pero no para inventarse que había entregado sus hijos a la asistencia pública: “Mi tercer hijo fue pues entregado a Les Enfants-Trouvés, así como los primeros, y sucedió lo mismo con los dos siguientes: pues tuve cinco en total. [...] En una palabra, no le puse ningún misterio a mi conducta, no sólo porque nunca he escondido nada a mis amigos, sino porque en realidad no veía ningún mal. Pensándolo bien, elegí para mis hijos lo mejor, o lo que pensaba que lo era. Hubiera querido, quisiera aún haber sido educado y alimentado como ellos lo han sido”.
¿Por qué cuenta un episodio tan oscuro de su vida? Cuando Jean-Jacques anunció a sus amigos franceses que había iniciado la redacción de sus memorias, como le conocían no pudieron disimular cierta aprehensión. Pensaron que el reconocido escritor iba a explayarse hablando de ellos. No lo hizo. Se limitó a él mismo: “Inicio una tarea”, escribe al inicio de sus confesiones, “que nunca tuvo ejemplo y cuya ejecución no tendrá imitador. Quiero mostrarles a mis semejantes a un hombre en toda la verdad de la naturaleza: y ese hombre seré yo”.
Los reproches que la posteridad haya podido hacerle al filósofo suizo ya se los había hecho él mismo en su voluminoso autoanálisis. Una obra que reúne todas las características que Sigmund Freud exige en su psicoanálisis. Para Jean-Jacques, como él mismo suele llamarse en su obra, la verdad era su verdad: “Mi función”, explica, “es decir la verdad, pero no hacerla creer”. Y ese es el gran logro de su trabajo. Rousseau no trata de convencer a su lector, busca simplemente, a través de la escritura, expiar culpas.
El episodio del abandono de sus hijos es doloroso. Se justifica, Se explica. Es transparente. “Acomoda” episodios para la consideración del lector. Niega. La escritura le permite ajustar cuentas con su pasado.
En Las confesiones se percibe que no logra deshacerse de ese “error”. Esta obra es una joya de la literatura francesa y universal. Rousseau, es cierto, acomoda episodios de su vida que no dejan de ser su “verdad” sin aspirar a que le creyeran.
Su paternidad indigna e irresponsable le persiguió siempre. En 1762 dio a la estampa Émile ou l’Éducation, redactado cuando decidió escribir Las confesiones. Hoy no se ponen en duda sus reflexiones sobre la educación, pero no podemos dejar de preguntarnos ¿cómo pudo pensar en los demás y no en sus hijos?
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