En los últimos 50 años (2 de 3)

El país no invierte en lo productivo en la medida de lo necesario ni en propiciar una infraestructura de mayor relieve

Para ser justos, hay que reconocer que entre 1972 a 2022 se hizo mucho. La economía se transformó. La infraestructura creció. El modelo económico cambió. Queda la pena de saber que pudo hacerse mucho más. Y la convicción de que tiene que cambiar de nuevo para orientarla más hacia el desarrollo.

Los pueblos necesitan que lo que se debe hacer para mejorar el nivel de vida de la población, reducir la pobreza y el atraso, no se deje para después, como ha ocurrido, debido al costo político que suele ir aparejado con las decisiones trascendentes.

La República Dominicana gasta más de lo que produce cada año, retrato de un país que ha tenido acceso a recursos financieros (inversión extranjera directa, préstamos y fuerte ahorro previsional), pero no los ha aplicado a plenitud en invertir, en poner bases para un desarrollo más rápido (distinto al crecimiento), en gastar en lo que genera saltos cualitativos, sino en presumir de un consumo variado en base al uso de ahorro ajeno externo, y del propio.

El país no invierte en lo productivo en la medida de lo necesario ni en propiciar una infraestructura de mayor relieve, formar dominicanos con mayor capacidad pensante, ni tampoco en salud y seguridad social para elevar la calidad de esos servicios. Usa los recursos sobre todo en consumo.

Nuestro perfil externo lo integra una balanza de capitales robusta (inversión extranjera localizada una parte de ella en sectores no transables, y préstamos en gran parte destinados al consumo público). Y una balanza de bienes y servicios deficitaria, no solo por los resultados negativos en el intercambio comercial, sino también por el pago creciente de intereses y regalías.

Estamos endeudados, bien endeudados, no por lo que refleja la relación deuda/PIB, sino por la pesada carga del servicio de la deuda en relación con los ingresos fiscales.

Algunos piensan que eso es conveniente, que la deuda nunca se paga, se sirve. Suponiendo que así fuere, en todo caso el riesgo solo debería asumirse si se usara únicamente para aumentar el potencial productivo y de creación de empleo de la nación.

La deuda debe ser complemento en lo que fuera indispensable para ser usada en expandir la capacidad de generación de bienes, servicios y empleos de calidad de la nación. Solo hasta ese punto. Basta con estudiar la historia de la deuda dominicana, paralela al menoscabo de nuestra soberanía, para tener una idea del riesgo tremendo que la envuelve.

Si fuéramos a lo deseable lo ideal sería tener una agropecuaria bien tecnificada y capitalizada, una agroindustria sólida, integrada verticalmente y diversificada, con fuerte signo exportador, de alto valor agregado. Una industria interrelacionada entre sí, de modo que cada unidad genere valor agregado y lo induzca hacia atrás y hacia adelante. Y eso tendría repercusiones positivas sobre la ubicación regional y sectorial de la población, el nivel general de salarios y la consolidación de un mercado de trabajo formal con elevada protección social.

En las condiciones de insuficiente articulación de los sectores en que opera la economía y de canalización del ahorro hacia el financiamiento del consumo, no es de extrañar que en el mercado laboral predomine la ocupación llamada informal. Nadie se pregunta la razón, pero cada año es notorio que la inmigración irregular desplaza más dominicanos de sus ocupaciones sin que haya reacción contundente, eficaz, para evitar que siga ocurriendo. La hay, pero no enfocada en resolver el problema en su raíz.

Los empleadores se benefician de ese estado de cosas, pero también la administración pública puesto que esa mano de obra motoriza la economía, induce tributos, crea riqueza, en un ambiente de exclusión social y precaria protección social.

Los inmigrantes indocumentados no son los culpables. Ellos tan solo buscan ganarse el pan de cada día con su trabajo esforzado. Están ubicados a lo largo y ancho de la agropecuaria, en toda la extensión del sector de la construcción, en el servicio de vigilancia de edificios y residenciales, en el servicio doméstico, en las áreas turísticas, y así sucesivamente.

Ocupan los empleos de menor remuneración, la misma que se paga a los dominicanos que trabajan en el mercado informal: ni los empleadores ni ellos cotizan a la seguridad social por el trabajo que realizan, ni por lo general están sujetos a recibir prestaciones laborales, vía que permite a quienes los contratan eludir esos altos costos a cambio de sumergir al país en un grave proceso de exclusión social y simultáneamente de desnacionalización.

El país no invierte en lo productivo en la medida de lo necesario ni en propiciar una infraestructura de mayor relieve, formar dominicanos con mayor capacidad pensante, ni tampoco en salud y seguridad social para elevar la calidad de esos servicios.

Eduardo García Michel, mocano. Economista. Laboró en el BNV, Banco Central, Relaciones Exteriores. Fue miembro titular de la Junta Monetaria y profesor de la UASD. Socio fundador de Ecocaribe y Fundación Siglo 21. Autor de varios libros. Articulista. 

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