El tatuaje ya no avergüenza

Michel Pantaleón de Canoa Tatoo mientras trabaja con un cliente. (Foto: Marvin del Cid)

Ötzi estuvo cinco mil años atrapado en la nieve hasta que un día de septiembre de 1991 dos desprevenidos turistas se dieron de narices con él en un glaciar alpino. El susto fue mayúsculo y no era para menos: el extremo frío del Valle de Ötz, en la frontera austroitaliana, había conservado el cuerpo casi intacto, tanto que la primera presunción fue que correspondía al de un hombre moderno.

El hallazgo fue azar de la paleontología y la propiedad de la momia más antigua de Europa provocó controversias, pero eso es lo de menos. A la ciencia Ötzi le sirvió para confirmar o establecer nuevas hipótesis y para reconstruir parte de su biografía leyendo su piel. Ötzi tenía grabados nada menos que 61 tatuajes, los primeros de los que se tiene certeza.

La piel ha sido siempre partitura en el atril del cuerpo. Todas las civilizaciones, desde la Antigüedad hasta nuestros días, han escrito sobre ella no solo los deseos más recónditos de belleza y fe sino también de poder. Arte, ritualidad, identificación tribal, mitología, dominio, erotismo, grito.

En la República Dominicana, el tatuaje inscribe su mensaje en cada vez más cuerpos. Quizá sorprenda otro dato: la inmensa mayoría de quienes lo demandan son mujeres. Tatuajes pequeños, discretos, coloridos. Grabados en la pelvis, en la espalda; de más en más cercanos a los glúteos y al pubis o directamente sobre ellos. El tatuaje como reclamo erógeno, como invitación al juego.

Mas pese a ser cautas, las mujeres son más libres que los hombres. Gerard Pantaleón, CEO de Canoa Tattoo, está convencido de ello. Aunque parezca un contrasentido social, los hombres se inhiben, dudan, se repliegan. “Los tatuajes de los hombres son muy diferentes, quizá por machismo, por miedo a que piensen que son gais. Por ejemplo, los colores no tienen nada que ver con que seas hombre o mujer, gay o transexual, pero casi no los usan. Los hombres se limitan mucho; la mujer no, ella es más libre. Por eso, cuando se hace tatuajes grandes, la cuidamos mucho”.

Con cinco años como tatuador profesional en Dominican Tattoo, Edward Reyes atribuye la feminización del tatuaje a que las mujeres se realizan diseños en tamaños y lugares que las resguardan de los ojos intrusos. Así el pecado no impone penitencia.

“Son más discretos por los prejuicios que existen en el país. Es más fácil hacerte uno que puedas tapar con el reloj o con el bikini, que hacerte una pieza grande que todos vean: no sabes si te darán trabajo, lo que te dirán en la fila del banco, las miradas sobre ti cuando tomas un carro público”, añade Reyes.

Gerard va un poco más allá hasta poner el dedo en la llaga de la hipocresía que aspavienta con el tatuaje. Con los suyos visibles a un kilómetro de distancia, no condesciende. “A veces me pregunto por qué hay discriminación, por qué hay personas que hablan mal del tatuaje cuando, en el fondo, lo desean. Nosotros tenemos una lista de espera de casi cinco meses, pese a que atendemos todos los días entre cinco y siete personas”, afirma moviendo las largas trenzas rastas que le cubren solo parte de la cabeza, porque la otra está pelada al ras.

Mucho tiene que ver la condena en este mundo occidental con la religión cristiana, lo que encierra una paradoja. Los primeros cristianos se tatuaban peces, cruces y corderos como marca de identidad en la fe. El Antiguo Testamento vendría, con el paso del tiempo, a ser ley de la reprobación. El cuerpo es templo de Dios y marcarlo, un sacrilegio.

Ajeno a la idea de este pecado, Gerard insiste en que “el tatuaje es un arte que va conectado al ser humano”, porque “tiene que ver mucho con lo emocional”. Avanza un poco más: “El tatuaje es una forma de marcarse, de sentir, de liberarse. Hay quien se hace un tatuaje por rebeldía, por moda o porque sencillamente lo quiere. Pero al final todos coincidimos en desear que el mundo sepa que somos diferentes”.

Desde esa perspectiva, el tatuaje cobra una profunda carga simbólica. Es declaración de que el tatuado, añade, se separa “de las masas, de lo establecido”. Es como decir “¡guao!, yo rompí con el patrón, con lo que mi papá y mi mamá me decían, yo rompí las reglas. Todos tenemos algo de rebeldía y eso nos hace sentir bien, autónomos”.

De la habitación contigua a donde se realiza la entrevista llega un sonido como de abejas en vuelo. Sentado frente a Michel, hermano de Gerard y su socio en Canoa Tattoo, un cliente soporta sin pestañear la labor de la aguja y la tinta. A veces sonríe. Cubiertos ambos brazos y parte del torso con tatuajes antiguos, modifica uno que ya no le complace con diseño nuevo y retoca otro de grises desvaídos.

En los estudios profesionales el trabajo del tatuador se cotiza, y llega a costar cifras tan altas como los cien mil pesos. Pero es trabajo arduo que puede tardar meses en ser concluido. De ahí que la profesionalidad tenga su público: gente de clase media y clase media alta, entusiasta de la decoración del cuerpo. Los hermanos Pantaleón y Reyes aseguran que es ese el perfil de su clientela. Hay que creerles.

Gerar Pantaleón Por (Foto: Marvin del Cid)
Michel Pantaleón Por (Foto: Marvin del Cid)
Edward Reyes Por (Foto: Marvin del Cid)
Michel mientras tatúa a un cliente Por (Foto: Marvin del Cid)
Muchas personas cubren tatuajes anteriores con nuevos diseños Por (Foto: Marvin del Cid)
Edward Reyes hace un boceto, al fondo la máquina de tatuar Por (Foto: Marvin del Cid)

La carestía del buen tatuaje plantea un problema de clase. Los pobres, seducidos también por la marca sobre la piel, deben recurrir con frecuencia a tatuadores baratos y de escasa experiencia: diseños rudimentarios carentes de belleza, y sí con muchos riesgos por la falta previsible de condiciones sanitarias, en un país donde la práctica no se regula. Y que conste, los tatuadores, entre profesionales y caseros, ya pasan de doscientos, según cálculo al vuelo.

Mas estando la industria del tatuaje dominicana todavía en pañales, como afirma Gerard, es poco o nada lo que se ha investigado y escrito para entender el fenómeno de su expansión que abarca todos los estamentos sociales. A lo sumo, artículos de prensa llenos de lugares comunes. De ahí que suponer que la respuesta social frente a una persona de clase media tatuada y una pobre no es ni de lejos la misma, es pura conjetura. En otros países, donde sí se ha estudiado el fenómeno, se constata que en la primera, el tatuaje es celebrado; en la segunda, estigma.

El prejuicio tiende a tener raíces profundas pero tronco endeble. La diversidad de quienes acuden a tatuarse desmonta la visión del tatuado como merecedor del rechazo: improductivo, cuando no delincuente; drogodependiente cuando no satánico. O todo y más a la misma vez.

Michel Pantaleón sonríe cuando se le listan estereotipos prejuiciados, y sonríe porque cada día la puerta de su estudio es traspuesta por gente de todas las profesiones y edades. Gente que trabaja, estudia, crea, ama, lucha, ríe. Piensa en la prestante y septuagenaria dama santiaguera que, acompañada de su nieta, se confió a sus manos.

Dice la historiografía dominicana que los taínos se tatuaban y que mientras más grandes eran los tatuajes más cerca se sentían de sus dioses. Entonces, como lo sería durante siglos, decorar el cuerpo era cosa principalmente de hombres. Las mujeres mandaban en la perforación, antecesora del pirsin.

Datar el resurgimiento del tatuaje en el país es difícil, como difícil es hablar autorizadamente sobre las razones o su circunscripción a las ciudades, que lo definiría como un fenómeno exclusivamente urbano. Quizá sea cierto que haya sido impulsado por la simple adscripción a modas. Para Michel, si fue así, ya no lo es. Él apuesta por su progresiva conversión en cultura. “Dejó de ser moda hace mucho tiempo, porque una moda es algo temporal, que dura dos o tres años. Cierto es que ha habido altas y bajas en el camino de la aceptación de las personas tatuadas, pero desde hace más o menos ocho años comenzamos a ser más abiertos”.

En los Estados Unidos, donde la cultura pop impuso el tatuaje como signo distintivo de la juventud de los años sesenta y setenta del pasado siglo, el sida abrió un abrupto paréntesis que solo la mayor seguridad sanitaria pudo cerrar. Desde principios de los años 2000 ha vuelto a campar por sus fueros. Algo tiene que ver este renovado gusto norteamericano por la marca corporal con lo que acontece en el país. Por lo menos así lo piensa Michel: la música y las artes globalizadas han sido el vehículo.

“El tatuaje llegó y se ha quedado, y no creo que se vaya. Simplemente se está criollizando, está tomando su propia forma en el país. Es lo que pasó, por ejemplo, con el hip-hop, que nos llegó de los barrios negros de los Estados Unidos y ya tiene una versión dominicana. Lo mismo pasa con el tatuaje”, dice mientras graba y limpia, graba y limpia, el hombro enrojecido de su impasible cliente.

Edward, que al igual que Michel no tiene tatuajes visibles aunque sí ocultos, piensa que tatuarse es algo tan personal que evade entrar en elucubraciones. Él es un artista, remarca, y su gran satisfacción es ver “la obra, lo bien que queda, lo detallada que es, lo que significa. Es una obra de arte”. Si moda o cultura, le va poco.

Claro, también ocurren arrepentimientos y en ellos se equiparan hombres y mujeres. ¿Responsable principal? El impulso amoroso de grabar en la piel el nombre de la persona amada. Disuelta la relación, la marca queda. Hacerla desaparecer bajo otro diseño o recurrir al láser es la salida.

Mientras Michel continúa su trabajo en la piel de su cliente de esa tarde, ella espera en la sala. No es su primera vez. En su espalda dos elefantes, uno más grande que el otro, forman un corazón con sus trompas. Sobre ellos, las sílabas Pa y Ma, un homenaje de amor a sus padres. Vino por más y anhela tatuarse todo el cuerpo. Colecciona diseños que algún día, cuando sea económicamente independiente y no trabaje más en una oficina pública, la cubrirán por entero. Mientras, conserva celosamente en el anonimato sus tatuajes y ahora su nombre.

“No me importan las críticas. Estoy acostumbrada. El país en el que vivimos las personas tienden a dar su opinión incluso sin tú pedirla: sobre el cabello, las perforaciones, los colores... Estoy acostumbrada, sino a la discriminación, sí a las opiniones que nadie está pidiendo. El tatuaje es una forma de decir ¡estoy aquí!”, expresa mientras su dedo desplaza la pantalla del celular, que estalla en la orgía cromática de los tatuajes que le roban el sueño.

Por ()
El personaje de Metroid, un popular videojuego, en el brazo de Carola. Por (Foto: Marvin del Cid)
En su brazo derecho el símbolo del videojuego Zelda Por (Foto: Marvin del Cid)
En su espalda un símbolo de la cultura celta Por (Foto: Marvin del Cid)
##ctrlnotaampfooter##