¿Más allá del sesgo?
Creo que el desacuerdo constante, con independencia de su magnitud o profundidad, o incluso de su “calidad” (a falta de mejor término), es una propiedad disposicional e inherente a la democracia contemporánea. Creo, además, que esto se verifica diariamente al calor de cualquier discusión sobre cualesquiera de los puntos de disenso cívico que de manera periódica surgen en la vida en democracia y que tienden a dividir a las personas con mayor o menor virulencia. Creo, en tercer lugar, que, desde los trabajos de John Rawls (pasando por la imponente obra de Jeremy Waldron), este postulado y sus planteamientos accesorios constituyen un lugar común en la teoría política moderna, siendo de hecho, a mi juicio, el punto de partida de la generalidad de las aproximaciones a los conflictos que tienden a presentarse en una democracia, particularmente aquellos que tienen lugar en el seno del paradigma institucional conocido como Estado constitucional.
Esto en cuanto a la teoría; en términos prácticos, la realidad suele comportarse de otra manera. Y digo esto porque, contrario a lo que podría sugerir determinada lectura de los términos anteriores, la vida en democracia (y, naturalmente, el desacuerdo que ella trae consigo) no tiende a discurrir de modo pacífico. Muy por el contrario: las desavenencias son muchas y frecuentes, y pueden llegar a ser tan agrias que conduzcan a fotografías espeluznantes. Violencia partidaria desbocada, bloqueos institucionales (a veces deliberados) y crispación social inducida que bordea el conflicto civil aderazada por una particular corrosión del lenguaje, como brillantemente lo ha explicado Eliane Brum (vid. Eliane Brum, “Cómo nacen las dictaduras”, El País, 28 de julio de 2021); antes más que ahora, conflictos armados en todo rigor, y, más “modernamente”, auténticas confrontaciones entre poderes fácticos (los poderes salvajes de Ferrajoli) con repercusiones económicas, políticas y sociales a veces inconmensurables. Estos escenarios se han verificado en algún punto de la historia en alguna latitud. Sería necio negar que tal ha sido el caso de la República Dominicana.
Sin embargo, también creo que la existencia misma del desacuerdo presupone la posibilidad del acuerdo, de la transacción. No hay conflicto sin solución, ni disenso sin posibilidad de arreglo. Esto no es un desborde de optimismo; es acaso la constatación de que todo contexto de desavenencia ciudadana presenta, en algún punto, una posibilidad de “condensación” de voluntades que hace posible que el desacuerdo abandone la posición de fin y pase a ocupar el rol de mero medio. Tal fue el caso de Chile (cfr. Flavio Darío Espinal, “Chile y el mito de la constituyente”, Diario Libre, 1 de noviembre de 2020); me atrevería a afirmar que tal fue, también, el caso de la República Dominicana en el pasado reciente, cuando la política y su dinámica consiguieron articular buena parte de la conciencia ciudadana en torno a un mal estructural que no conoce de banderas, siglas ni logos partidistas: la corrupción administrativa en todas sus formas.
Se me ocurre que las posibilidades de identificar este “punto de condensación” son mínimas, por no decir nulas, en todo caso en que se rebase el umbral del desacuerdo razonable (claro está, de lo que cada uno pueda considerar razonable dentro de lo razonable). Pero, una vez descubierto y situado como referente, debe necesariamente producir un efecto que se me antoja fundamental en contextos polarizados como los que se viven a la fecha a lo largo y ancho del hemisferio occidental: debe propiciar visiones, lecturas y entendimientos que venzan las cargas ideológicas individuales, que minimicen el potencial divisivo de las subjetividades, que reduzcan la carga disruptiva de las narrativas que amparan el demonio del paroxismo ciudadano, y que entonces nos permitan deliberar y resolver sobre los principales problemas del colectivo mediante canales democráticos despojados de estas dificultades. Todo ello requiere un esfuerzo consciente que desgasta. Pero es posible y, sobre todo, deseable. A fin de cuentas, una democracia funcional precisa de una ciudadanía que actúe y delibere de forma razonable, es decir, que sea capaz de explicar –como anuncia alguna pared de la ciudad— por qué se cree en lo que se cree.
Dijo Rawls que “Lutero y Calvino eran tan dogmáticos e intolerantes como lo había sido la Iglesia Romana” (John Rawls, Liberalismo político, México: Fondo de Cultura Económica, 1995, 18). Supongamos que llevaba razón: ha de resultar al menos desconcertante solo ponderar la posibilidad de que uno de los mayores hitos concernientes a la libertad de cultos y de religión –derecho que a su vez redunda en provecho de un bien acaso mayor: la libertad de expresión— haya sido promovido y defendido por individuos de semejante calaña. Pero esta paradoja reproduce en su interior una moraleja, quizá de las más relevantes que nos ha legado la Era de la Reforma: que las tensiones entre doctrinas contrapuestas no son insuperables; que no son invencibles las cargas que anclan nuestro juicio en torno a conceptos y concepciones específicas; en fin, que sí es posible pensar, hablar y deliberar más allá del sesgo, y que esto, en cualquier caso, solo conduce a una discusión democráticamente viable, a una deliberación genuinamente plural e inclusiva; en fin, a una democracia más digerible.
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