Carlos Dore, un homenaje (I de II)
En los años setenta probablemente, la sociología tomó curso de acción como disciplina que resultaba atractiva para algunos sectores, en tanto servía para analizar los contextos sociales desde una perspectiva científica, hecho que entonces era una auténtica novedad.
Desde luego, la ciencia al uso era el marxismo, norma ideológica que marcaba los signos de la época y que resultaba útil más que para entender los problemas sociales para enmarcarlos dentro de un referencial de conocimientos que remitía necesariamente a la lucha de contrarios, al salto dialéctico y a la urgente, necesaria e irremediable revolución del proletariado.
La sociología nacía pues, entre nosotros, bajo un esquema teórico de coordenadas que marcaban su especificidad conceptual y se orientaba tras el conducto ideológico de la lucha de clases y del determinismo económico. Esa orientación iba a diseñar la estrategia disciplinaria de la sociología como ciencia y como ejercicio profesional, aun cuando no estaba clara su eficacia y su practicidad dentro de la sociedad productiva. El sociólogo se quedó pues, o en las aulas uasdianas o en el activismo de izquierda. Con el tiempo, algunos sociólogos no identificados con la corriente marxista y sacudidos sin dudas por la insuficiencia de sus conocimientos para insertarse productivamente en la sociedad, optarían por derroteros extraños y disímiles a los que este conocimiento propugnara: la plática (el charlismo le llamamos nosotros) convencional para todo tema y ocasión; la asesoría de grupos sociales o económicos; la consultoría, cuando no la práctica misma, de la investigación social especificada en la encuesta política y hasta mercadológica; y, en nuestros tiempos, donde es prácticamente una disciplina ausente: para los recovecos de las preferencias políticas.
En contraposición con esta sociología teórica, que hizo decir alguna vez a Rafael Herrera que un sociólogo no servía para nada, que era algo inútil, se levantó otra corriente profesional más a la norteamericana, la del social work, que intentó imponer la Universidad Católica Madre y Maestra con créditos educativos blandos para los que se interesaran en la nueva “profesión”, que terminó sin gloria alguna, puesto que pudiendo haber sido útil en nuestra sociedad cargaba con deficiencias de conocimiento y hasta identificativos (lo de “trabajador social” no favorecía un estatus profesional sólido en el medio social dominicano), al tiempo que se convertía en un ente raro dentro de nuestra sociedad, finalmente radiado del espectro profesional a muy escaso tiempo, y a muy limitadas promociones, de su instalación en la universidad santiaguense.
Mientras las ciencias sociales –Antropología, Historia, Economía, Política, Psicología Social– encontraron rumbo en profesionales que la asumieron con entereza conceptual y dinamismo personal, la Sociología, ofertada como la suma de todas ellas, no pudo lograr, a nuestro juicio, lo que ya vaticinaban a fines de los sesenta algunos tratadistas del género: que ella, como ciencia, jugaría un rol estelar en la segunda parte del siglo veinte. De Max Weber a Emile Durkheim –para solo mencionar dos nombres venerables– la sociología estaba regida por un ejercicio reconocible que había apuntalado concepciones vitales para el conocimiento e interpretación de los fenómenos sociales. En ese entramado, Carlos Marx era un patrón interpretativo al uso que muchos adoptaron como método crucial para entender los determinismos biológicos, geográficos, económicos, bajo miramientos que se ofertaban como científicos y, por tanto, irrefutables. De esta manera, aunque tardíamente –a pesar de que se suelen mencionar precursores en nuestra historia, no del todo convincentes– la sociología entra al ruedo profesional dominicano de manera formal en los años setenta, con énfasis en la interpretación de los movimientos del hombre en la sociedad desde ópticas diversas pero con preponderancia del pensamiento y la práctica marxista.
En el terreno anteriormente descrito estaba Carlos Dore Cabral cuando la sociología marcó su impronta como profesional y su desarrollo como activista político. O tal vez, fue a la inversa. Hizo de sus conocimientos una fórmula para entender y propagar un pensamiento político, y de la comprensión del fenómeno social un elemento integral de su cosmovisión del mundo y de la vida. Fue una época. Su época. La de muchos. La ideología como sostén –y sustrato– de una concepción filosófica pero también de una práctica política, nada aérea, sustancialmente concreta, señaladamente partidaria. Luego, se perdieron los reflejos, hubo tiempo para madurar posiciones y doctorar conocimientos en universidades del norte, y cuando la crisis ideológica torció los rumbos, apertrecharse de nuevas coordenadas de fondo que mantuvieran a flote los conceptos fundamentales, los que sobrevivieron al vendaval y facilitaron las nuevas expectativas. Que no era lo mismo, dicho en cristiano, estudiar y evaluar las ciencias sociales en sus partes o en el todo, hacerlas útil para conocer y entender la siempre ingente problemática social, que tener en la sociología de tintes ideológicos el vademécum que advertía, orientaba y manejaba todas las aristas humanas del complejo mundo social. Ya casi fenecido el siglo veinte, pasada esa segunda mitad que muchos creyeron oportuna para el “éxito” definitivo de la sociología, lo que ocurrió fue todo lo contrario. Fernando Ferrán lo advirtió: el pensamiento sociológico entró en crisis en la sociedad dominicana del siglo veinte, sin detallar que también en otras latitudes, mucho más en aquellas donde siguió primando el factor ideológico como concepto sustentador de la praxis sociológica.
Empero, Carlos Dore Cabral reordenó su improntus. Dinamizó su conceptualización social. Hizo el tejido de un nuevo enfoque del fenómeno social, imbricándolo correctamente, a nuestro entender, con el fenómeno político como secuela del anterior y como facilitador del siguiente, y más abarcador: el fenómeno cultural. Nadie puede negar que se han perdido muchas de las aristas conceptuales que signaron el espíritu analítico de los años sesenta y setenta. Hay cierta practicidad en las ideas desde los tiempos finales del siglo pasado que hacen olvidar la validez del razonamiento epistemológico, el discernimiento ideológico de los hechos sociales y la conceptualización fundamentada en los conocimientos comparados que, con conclusiones tantas veces equivocadas y otras muchas correctas, señalizaron el ejercicio del criterio en los años citados.
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