El pariguayo

Explicarle a un extranjero qué cosa es un pariguayo ha sido uno de mis mayores retos didácticos. He tratado de dibujar el concepto con el lenguaje más gráfico y no logro resultados. Es que en cada cultura el pariguayo tiene sus propios acentos. Sin embargo, en su identidad yace una personalidad universalmente básica: ingenua, torpe y retraída.

Según el Diccionario del español dominicano, el vocablo alude a una persona apocada y de reacciones lentas. Creo que es más que eso. El pariguayo es acreedor de condiciones psicológicas y conductuales cada vez más definidas; en ese perfil la desadaptación es un transverso. Pudiera decirse que nuestro pariguayo es el “menso” mexicano, definido como una persona tonta, pesada o boba.

El pariguayo es un desadaptado inconsciente, un desorientado natural con dificultades para interpretar adecuadamente la realidad; un desfasado en el tiempo, en los hábitos y en las formas de socializar. Su capacidad para descifrar cambios, asimilar códigos y reconocer señales es sensiblemente deficitaria. Concibe la realidad de forma unipolar. No es convencional por decisión propia sino por inconsciencia. Es confiado e ingenuo; cree que todo el mundo comparte su propia visión de vida.

Pariguayo es el que accede a todos los caprichos de una mujer casada ante la expectativa de un divorcio que nunca llega; el que cree y acepta complacido los elogios a sus zapatos de charol, a sus medias blancas con pantalones negros y a su exótica bufanda “de verano”. El pariguayo asume como hechos consumados todas las teorías de conspiración, lo “que dijeron” en Facebook y las noticias de los blogs. Es el que en medio de una discusión académica acredita sus posiciones en las opiniones de los “gobiernos radiales” y en la prensa amarillista como última verdad. Sigue los boletines parciales de la JCE provincia por provincia, los sorteos de la Lotería Nacional, los números de Casablanca, las novelas de Univisión, el programa Caso Cerrado y las fiestas navideñas de Telemicro. Regala tarjetas plastificadas con corazones en San Valentín, dedica canciones en la radio y colecciona tarjetas de presentación. En medio de una fiesta urbana pide al DJ la canción “Fatalidad” de Anthony Ríos. Al pariguayo le seducen el brillo, los colores estampados, los pañuelos blancos, los perfumes intensos. Les da vigencia a los estilos old fashion: pulseras y cadenas de oro, gabardina, pantalones brinca charcos, las camisillas de algodón como vestimenta de playa. Paga cuentas a mesas de mujeres desconocidas, presume de sus relaciones con políticos de tercera categoría y sus conversaciones más profundas son de marca de vehículos.

Una vivencia inesperada hace algunos años me inició en el estudio del pariguayo. Desde entonces he descubierto un mundo de infinitas exploraciones. En futuras entregas describiré el perfil completo y documentado. Mientras, aquí les dejo la historia. He cambiado los nombres, no así los hechos. Nota: las anotaciones entre paréntesis son mis reacciones mentales.

En el verano de 1996 recibí una llamada telefónica inesperada. Me anunciaba el adelanto de una cita convenida semanas antes. Preferí viajar en autobús al lugar del encuentro. Pensé dormir durante el viaje y así recuperar algunas horas de sueño. Mi intención fue abortada por un pariguayo, quien mantuvo mi desvelo como testigo forzoso de su conversación (o monólogo) con una compañera de asiento. Era una joven rubia de algunos veinticinco años. Ocupaba el primer puesto en la fila que abordaría el autobús de las siete de la mañana. Detrás de ella, aprensivo y sospechoso, un hombre husmeaba hasta sus reflejos. Como un lagarto en acecho acercaba lentamente su nariz a su pelo: aspiraba su aroma y rozaba sus trenzas; al hacerlo, mordía los labios. Ella no lo advertía, pero yo sí, porque ocupaba el puesto tres de la fila. A partir de ese arrebato, torpemente disimulado, me convertí en parte de una historia que apenas despuntaba.

El contraste era para morirse: ella, con un pantalón de lino óseo (que insinuaba las sutiles líneas de sus pantis), una blusa de igual textura cortada a una pulgada al norte de su ombligo; él, con un pantalón de gabardina con filo militar, color chocolate verdoso (parecido al vómito de un alienígena), una camisa de algodón rayada y una corbata de poliéster rojo escarlata. Tenía aspecto de auxiliar contable; para colmo, llevaba en sus manos el clásico folder crema que porta todo el que hace diligencias en la capital.

Cuando se inició el abordaje, él se puso tan nervioso que dejó caer el boleto; yo se lo levanté; en la turbación se le olvidó la cortesía. Ya dentro, la chica se abandonó en el segundo asiento de la línea contraria al conductor. El caballero, sin perder tiempo, y en un autobús todavía vacío, se sentó a su lado sin preguntar. Eso la molestó, pero, por prudencia, obvió comentar. No podía perderme lo que prometía una crónica interesante, así que me senté en el justo asiento de atrás. Después que el autobús inició su marcha, el señor ideaba la manera de abordarla. Ella, que ya intuía su intención, reclinó el espaldar del asiento y simuló “dormir”. El pobre hombre estacionó su mirada en su descubierto abdomen. Tragaba la poca humedad de su garganta. A unos treinta minutos de la marcha, la muchacha “despertó”, ocasión que él aprovechó para iniciar su monólogo:

—Buena lectura, ¿eh? (Sí, ¡se refería a la revista Vanidades!)

—Gracias —fue la cortante respuesta de ella sin mirarlo.

—Ese es mi hobby (¿Y quién le preguntó?).

Silencio total.

—¿Me podría prestar una? (¡Qué error!).

Con el furor reprimido, la muchacha casi se la tiró. Total, era mejor que tenerlo fastidiando. Empezó a hojearla de forma rápida. Al ver una foto de Shakira, no demoró en comentar:

—Tremenda compositora; entre Joan Manuel Serrat y ella, me quedaría con ella. ¿Y a ti? ¿Te gusta?

—No (Un uppercut en la mandíbula).

—¡Qué raro!, porque ustedes comparten belleza. (¡Por Dios!, díganme ¿cuál es la relación?).

—Gracias. ¿Puedo cerrar las cortinas? (En otras palabras: Cállate, mal nacido).

—¡Oh!, claro ¿y cómo negarle esa petición a una mujer tan hermosa? (¡Tierra húndeme!).

—¿Cuál es tu autor preferido? (¡Oh! no, no, por favor, ¡nooo!...).

—No sé —contestó parcamente la joven.

—Los míos son muchos, leo bastante, pero mis preferidos son Juan Bosch, Balaguer, Paulo Coelho y Gabriel García Márquez. (¡Obvio!).

—Anjá, qué bueno.

—Perdón, no nos hemos presentado, mi nombre es Ignacio, a tus órdenes. (¡Increíble! Le tendió la mano). Esta era la oportunidad para hacer categórico el desplante. Pensativa e indecisa, la chica quiso retener el brazo, pero al final pudo más la misericordia. Se la dio.

—Katy.

—Katy, en lo que pueda servirte cuenta con un amigo. Yo no creo en coincidencias sino en dioscidencias. Para servirte, oíste, para servirte. (La perorata era para mantenerle la mano agarrada, ella la tuvo que despegar).

El rubor empezó a teñir la tez de la joven, mientras el pariguayo juraba que la tenía de su lado.

—Lindo ombligo. (¡No, no, por favor ¡noooooooo!).

—Señor, más respeto —contestó hastiada.

—Disculpa si te ofendí.

—Deme la revista (¡Esa es mi heroína!).

—Katy, perdóname.

—Está bien, pero ya... ya... Okey.

—Eres fuerte ¿cuál es tu apellido? (¡Animal, después de un misil así, no insistas!).

—Bordas. ¿Por qué?

—¿Familia de don Ramón Bordas?

—Hija ¿y qué?

—Mira qué coincidencia, yo trabajo en la firma de auditores de su empresa.

—Qué bueno, porque hasta hoy llegó la iguala.

Abogado, ensayista, académico, editor.