Economía naranja, industria cultural
Los derechos culturales también existen
Hacia el año 2000, nadie en el sector cultural, que recordemos, hablaba aquí de las industrias culturales. Esto ocurría no sólo en República Dominicana sino en otros países de la región, aunque ya el tema estaba sobre la mesa desde hacía muchos años en naciones desarrolladas como España, Inglaterra y Francia, o en países latinoamericanos donde la cultura ya no era vista desde hacía rato como un simple instrumento de ocio, sino como una economía en potencia al mismo ritmo que cualquier otro sector industrial, como son los casos de México, Argentina y Colombia.
Todo esto a pesar de que en los distantes años 40, los filósofos de la escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, habían escrito conjuntamente su famoso libro “Dialéctica de la Ilustración. Memorias de la cultura en el presente” (Stanford University Press, 1947), ampliado treinta años después en un amplio texto -incluido en su libro “Dialéctica del iluminismo” (Sudamericana, 1988)- titulado “La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas”. En ambos ensayos, estos filósofos inauguraban el concepto de “industrias culturales”, planteando interrogaciones sobre la producción de contenidos culturales, especialmente en los casos del cine, la discografía y la producción editorial.
Más tarde, en 1968, los economistas estadounidenses William Baumol y William G. Bowen conducen una investigación inaugural sobre la economía cultural moderna en su libro “Las artes escénicas: el dilema económico”, donde plantean por primera vez lo que llamaron “mal de costos” que se originaba principalmente en las producciones teatrales, danzarias, operáticas y musicales, y planteando la necesidad de transformar el sistema existente en estas artes con el fin de medir el real impacto y la naturaleza económica de la actividad cultural y creativa.
Todavía más, en la década de los 90, países europeos principalmente fueron poco a poco sustituyendo el concepto de cultura por el de creatividad, con la finalidad de mostrar que el impacto de la cultura iba mucho más allá del de las artes. El primer ministro australiano de la época, Paul Keating –según refiere un interesante estudio del puertorriqueño Javier J. Hernández Acosta- publicó un informe titulado “Nación creativa”, que propugnaba por un rol destacado de los sectores culturales en la economía. De alguna manera, esta proclama del político australiano llevó al Reino Unido a crear “un marco más amplio para la economía creativa, incluyendo sectores como la publicidad, arquitectura, programación y moda, entre otros”.
Con Baumol y Bowen el problema de la rentabilidad de la cultura está expresado, desde la economía, en los costos de producción, la composición de la audiencia, la estructura organizativa, los ingresos y la remuneración de los artistas. De ahí que el filósofo y economista escocés Adan Smith, en pleno siglo XVIII, considerara que el oficio de las artes escénicas “no era productivo ni contribuía a la riqueza de las naciones porque su trabajo perece al momento mismo de la producción”.
Empero, a partir del siglo XX, la cultura comienza a posicionarse como un vital proveedor del Producto Interno Bruto en varios países, donde nativos y extranjeros aprenden a disfrutar en gran escala los beneficios de los recorridos por museos, patrimonios culturales diversos, exposiciones de las artes plásticas, conciertos, espectáculos de danza y representaciones teatrales. En las naciones europeas, como en otras de Latinoamérica, por ejemplo, la cultura comienza a observarse como un contribuyente de calidad dual: aporta a la economía y al espíritu, al intelecto y a la riqueza de las naciones que negaba Smith. Aún así, todavía muchos economistas consideran a la cultura como un “divertimento”, como ocio simple, por lo que, sin dudas, los teóricos del sector han debido plantear seriamente la necesidad de que fuesen vistos los actores culturales como entes de progreso, de desarrollo social y económico, independientemente del aporte sustancial que ofrecen al contenido del espíritu nacional, puesto que la cultura es el único y real patrimonio que hace grande a un pueblo.
Los dominicanos comenzamos a hablar de industrias culturales, en consecuencia a comenzar a ver la cultura como parte de la economía creativa, ya entrado el decenio del dos mil. O sea, la cultura tenía que integrarse necesariamente en la economía, desde sus ámbitos macro y micro, como ya venían haciendo diversas naciones con mayor desarrollo que la nuestra. El goce de los derechos económicos y políticos no se puede disociar de los derechos sociales y culturales. En el mundo de hoy, todas las relaciones que dábamos por sentadas experimentan desde hace rato una reformulación y una reconstrucción profunda. Se necesita imaginación, capacidad de innovación, visión y creatividad para resolver los problemas sociales y facilitar acciones audaces en lugar de remitirnos a las respuestas convencionales. La cultura permite trazar nuevos mapas mentales al desafío de la urgente adaptación que requiere nuestra sociedad. Como apunta Hernández Acosta, la cultura desde el ámbito macroeconómico debe evaluar el mercado laboral de los artistas y creativos, la justificación de los subsidios que deben otorgar los gobiernos al sector cultural para hacerlos eficientes y productivos, la contribución económica de las industrias creativas, hacer entender el valor que la cultura genera desde sus distintos apartados, los eslabones productivos inter e intra industria, la contribución al empleo y al sustento de millares de familias y los aspectos de la propiedad intelectual. Y en el caso de la microeconomía debe observarse la productividad de las industrias creativas y el impacto de las mismas en la economía del país.
En el 2003 se produce la primera actividad relacionada con este tema en la Fundación Global Democracia y Desarrollo (FUNGLODE), en un seminario que se denominó “Industrias culturales. Retos para el desarrollo cultural”. Por primera vez, los actores de distintos oficios en el ramo de la cultura escuchaban hablar de un tema que no habían abordado hasta ese momento más que unos pocos. Por eso, sostengo que los primeros que tratan el asunto de manera pública en República Dominicana fueron Carlos Santos (“Noción de desarrollo y políticas para las industrias culturales dominicanas”), Etzel Báez (“Medios electrónicos e industria cultural. Las cuentas dominicanas”), Sulamita Puig (“Cultura, turismo y artesanía”) y Bolívar Troncoso (“Los nuevos paradigmas del turismo y su vinculación con la cultura”). En ese evento, con el fin de tener un experto que ya había escrito libros sobre el tema, participó el venezolano Carlos Guzmán Cárdenas (“La cultura suma: políticas culturales y economía de la cultura”). Esa fue la primera ocasión en que se habló de lo que entonces sólo se conocía como Industrias Culturales, las que posteriormente los organismos internacionales modificarían para nombrarlas como “Industrias Culturales y Creativas”, con el fin de incluir no solo al cine, el teatro, la danza, la música, la ópera, las artes visuales, la producción editorial, la artesanía y el turismo cultural, sino también la gastronomía, la arquitectura, la moda, el diseño, los audiovisuales, la publicidad y la tecnología. Un año después, en 2001, el escritor John Howkins le dio color al concepto, denominando economía naranja (porque el color se asocia siempre con la cultura) a los contenidos culturales, en su libro “La economía creativa: cómo las personas hacen dinero con las ideas”. El fomento y desarrollo de la cultura no está disociado del lucro, conforme la afirmación de Howkins, que es el verdadero forjador de las industrias creativas. A partir de 2015, Fernando Buitrago y el actual presidente colombiano Iván Duque dieron fuerza al concepto de la economía naranja y, sin dudas, introdujeron el término, ya creado por Howkins, en América Latina, ampliando sus características y creando todo un movimiento de atención sobre la economía creativa que aún no entienden del todo los gestores, administradores y profesionales de la cultura en la República Dominicana. (Continuará).
- Emprendimiento creativo
Javier J. Hernández Acosta, La contra@ditorial, Puerto Rico, 2020, 270 págs. Una guía efectiva y orientadora para todos los que apuestan al emprendimiento de las industrias culturales.
- Filosofía de la cultura
David Sobrevilla (editor), Editorial Trotta, 1998, 278 págs. Un total de 13 autores participan en este libro exponiendo sobre el concepto de cultura, su estructura y mecanismos, surgimiento y evolución.
- Ciudadanía, participación y cultura
Nancy Rampaphorn (editora), Lom Ediciones, Chile, 173 págs. Un total de 18 autores exponen sobre el fortalecimiento de la cultura y la creación de las bases para la consolidación de la identidad.
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