Ética, poder y control
El papel de la Constitución en la lucha contra la corrupción administrativa
Repasar los hechos y coyunturas políticas más relevantes para la historia política occidental permite comprobar que, solo después de un proceso lento y pausado, no carente de sobresaltos, el constitucionalismo de nuestros días supo apropiarse de la tensión entre la ética y la moral (de una parte) y el poder y la autoridad política (de otra), pretendiendo con ello generar la solución al enfrentamiento desde el propio ordenamiento. Algo así como radicar en la Constitución tanto el problema como el remedio y, desde ella, deshacer el nudo. De ahí la relevancia del concepto constitucional de control y de su conexión material con el bagaje teórico que informa la Constitución. De ahí, también, que el artículo 146 de la Constitución dominicana vigente se pronuncie en los términos en que lo hace. Por decirlo de otra manera, la Constitución se ha adueñado de la batalla ética contra la corrupción, instalando en su propio núcleo la ruta a seguir en su prevención y posterior combate, fijando además un régimen de responsabilidad.
Esto no ha sido así por capricho o instinto: se trata, más bien, de la respuesta dada por el constituyente al cúmulo de deudas sociales generado a través de los años fruto de la connatural imperfección de nuestro sistema político (latente al menos hasta la instauración formal de la democracia dominicana). Es decir, la Carta de 2010 reacciona con semejante contundencia al problema de la corrupción administrativa precisamente por la endeblez con que se le hizo frente (jurídica e institucionalmente) en épocas pasadas.
Ha de concederse que el ordenamiento constitucional dominicano reclamaba desde hace tiempo un salto cualitativo en lo que se refiere al combate a la corrupción administrativa. En consideración de ello, y de las tendencias de mediados del siglo pasado, se instaló en la comunidad jurídica y política del país la idea (no del todo desacertada) de que el primer gran paso hacia un estado de cosas distinto consistía en radicar el problema concreto en una Constitución normativa, suprema y cargada de derechos y deberes exigibles judicialmente, cuya realización se tradujera en una ruta concreta hacia la legitimación plena del poder público, la tutela y fiscalización efectiva sobre el erario y el control sobre los planes presupuestarios confeccionados por el Estado para la satisfacción de sus fines esenciales.
No obstante, dotar de caché constitucional a un problema tan diverso y ramificado como el de la corrupción administrativa, aunque puede abordar satisfactoriamente la cuestión desde el foco jurídico y ético-moral, dice muy poco sobre los mecanismos concretos en que ha de traducirse la fiscalización del poder y el erario. En un sistema político anclado en la soberanía popular, es de una importancia capital comprender, no solo el diseño conceptual e institucional del control y el bagaje teórico que lo informa (todo lo cual aborda suficientemente la cuestión ética), sino también las causas detrás de su eficacia o ineficacia.
Dicho objetivo puede implicar objeciones sobre cuestiones institucionales o procedimentales, pero con toda seguridad supone recolocar el foco y orientar los cañones hacia la eficacia real de los controles concretos. Así se aleja la discusión del aspecto ético y moral, en sí mismo esencial pero poco explicativo de un fenómeno que hoy es estructural, que tiende a la dispersión y la ramificación y que impacta de diversas maneras en distintos ámbitos de la vida pública. Dicho llanamente: no basta con situarse del lado correcto de la dialéctica ética-poder; no basta con imprimir fuerza constitucional a los contenidos que reproducen los remedios contra el poder corrompido; no basta con diseñar mecanismos e instituciones, dotarlos de determinado bagaje teórico y confiar en que el decurso natural de los hechos o el impulso de los justos conducirán a la impoluta vida en sociedad que tanto se añora. Hace falta algo más. Falta compromiso político real, claro. Pero, por encima de cualquier otra cosa, faltan soluciones efectivas y oportunas.
La realidad política que actualmente signa la región, marcada por síntomas de estancamiento en la prevención y lucha contra la corrupción, reclama mecanismos de combate y disuasión a la altura de la dificultad que se plantea. A escala local, el panorama político no es muy distinto. La coyuntura a la fecha presenta ya algunas manchas que, en mi opinión, han de servir de catalizador para una nueva reflexión sobre nuestro particular paradigma. Esto es lo que deja a su paso la queja indisimulada de algún funcionario sobre cierta “ingobernabilidad” aparentemente irremediable. Más allá de las destituciones ministeriales (ya van unas cuantas) y los escándalos institucionales (bien enredados, además), el proceso más importante está en nosotros mismos. Pasa por una encomienda fundamental y, por cierto, nada sencilla. Se trata, en fin, de repensar los mecanismos de control, repensar nuestra particular cultura política y, de esa manera, repensar la democracia misma. Esta, y no otra, es nuestra tarea más inmediata. No hay atajos. No hay trucos. Tampoco hay tiempo que perder.