Hatuey De Camps en mi memoria
Cuando en una visita a su casa, hace algunos años, le recordé el episodio, me dijo antes de que concluyese mi exposición, que esa había sido “la mejor comida del mundo” que había probado. Con su memoria prodigiosa recordó otros aspectos de aquel encuentro de hace más de cuarenta años que marcó el inicio de nuestra amistad.
Winston Arnaud y Hatuey Decamps llegaron a mi casa mocana cuando ya iniciaba la tarde, en un pequeño y desvencijado vehículo –creo que era Volkswagen-, justo cuando el gobierno de Joaquín Balaguer había desplegado sus tropas de choque en las calles de la ciudad para contrarrestar las protestas que se escenificaban en esos días por motivos que ya uno ni recuerda. Eran los años de lucha intensa contra el régimen balaguerista, cuando el PRD había arribado a acuerdos con grupos de la izquierda marxista para enfrentar los desafíos políticos de la época.
Ambos jóvenes dirigentes del PRD venían siendo perseguidos por los organismos de seguridad del gobierno desde hacía meses, pero habían burlado el acoso y se habían aventurado a llegar a Moca, en medio de un amplio despliegue policial de Cascos Negros, contra todas las advertencias y peligros. Entraron a mi casa por la puerta del patio y Mamá los vio pasar cuando entraron directamente a la cocina. “Lola, tenemos dos días sin comer y necesitamos algo rápido porque hay que seguir camino, antes de que nos encuentren”, dijo Winston. Eran tiempos de escasez, pero siempre quedaba algún sobrante del almuerzo. Lo que nunca sobraba era la carne, que se distribuía a medidas exactas. Mi madre les dijo que solo tenía arroz y frijoles (el término habichuela es más capitaleño). Que les agregaría berenjenas y tostones. Esa fue “la mejor comida del mundo” como Hatuey definió aquella frugalísima pitanza cuando recordamos el episodio en su residencia, justo en los días en que se habían conocido sus primeros achaques de salud. El hambre acumulada de varios días les hizo sentir aquella sobra con compaña sin carne, como un guiso gourmet.
Eran los meses iniciales de 1970. Winston, con 26 años, estaba en la dirección de la Juventud Revolucionaria Dominicana. Hatuey, con apenas 22 años, tenía ya sobre su biografía la fundación del Frente Revolucionario Estudiantil Nacionalista (FREN) y el liderazgo de la entonces poderosa Federación de Estudiantes Dominicanos (FED) en los tiempos de la lucha por el medio millón para la UASD. Para los días que rememoro, ya José Francisco Peña Gómez había tomado el mando del PRD ante la ausencia de casi cuatro años del profesor Juan Bosch quien, ante el triunfo electoral de Balaguer en 1966, optó por desplazarse hacia Europa. Peña Gómez hizo acuerdos con el MPD y otros grupos de izquierda para fortalecer la lucha contra el gobierno de Balaguer y en misión de apoyo a ese convenio secreto estaban ambos dirigentes juveniles del PRD cuando llegaron a mi casa en Moca de forma casi clandestina. Winston era parte de nuestro hogar desde niño y diariamente yo veía detenerse frente a casa, con su caminar lento y su semblante siempre serio a don Pablo, su padre, hijo de Pablo Arnaud, el jinete que llevó en la grupa de su caballo a Mon Cáceres después del magnicidio de Lilís en una calle mocana finisecular. Con la confianza que tenía en mi madre, Winston dejó esa tarde bajo su responsabilidad unos encargos, que ahora no voy a revelar, que mi progenitora entregó a Mariíta Bencosme, una dulce y abnegada mujer que fue la primera esposa de Winston y quien residía a un par de cuadras de mi casa.
Ambos salieron de mi hogar con la misma presteza con que llegaron, no sin antes yo escuchar que regresaban a Santo Domingo de donde habían partido días antes. Pronto, llegaría el profesor a eliminar las garrapatas al buey. Hatuey, que ya estaba graduado de Filosofía en la UASD –donde Juan Bosch sirvió de padrino de su investidura- sería enviado a estudiar Economía en España, mientras que Winston, que era junto con Rafa Gamundi el enlace del PRD con la izquierda, tuvo que salir disfrazado por el aeropuerto de las Américas rumbo a un duro exilio en Nueva York. Hatuey, quien estaba emparentado por parte de su padre con Juan Bosch, regresó al país, si mal no recuerdo, cuando Peña Gómez le llamó para consolidar al PRD luego de que en diciembre de 1973 el entonces líder perredeísta decidiese salir de la organización que había ayudado a fundar en 1939 para crear el Partido de la Liberación Dominicana, llevándose consigo a la mayor parte de los dirigentes de la organización, algunos de los cuales volvieron más tarde al redil peñagomista.
Hatuey asumió junto a Peña Gómez la reorganización del PRD, pero sobre todo reinició una carrera política que había comenzado cuando era aún adolescente y que lo ha llevado a ser partícipe o conocedor de primera línea de los acontecimientos fundamentales de la política criolla durante más de medio siglo. Hatuey de Camps es, tal vez, el único político dominicano vivo de gravitación permanente, en episodios estelares, desde los años sesenta. Otros datan también de esa época, pero no con su incidencia, que ha tenido altas y bajas, pero que ha acumulado experiencias y conocimientos como ningún otro. La historia política dominicana de los últimos cincuenta años, al margen de partidarismos, no se puede escribir sin su palabra y su memoria. Cuando le he visto con las botas puestas en los sufragios de mayo pasado, sin variar un ápice su estilo incisivo y su propuesta combativa, tuve que pensar necesariamente en que ha sido un gladiador de batallas sin fin, inalterable en su coherencia y en sus juicios vehementes, levantados contra viento y marea, sin importar consecuencias.
Ha sido dueño de una visión política que su temperamento altivo no logró sortear adecuadamente en el terreno siempre anfractuoso de la vida partidaria. Fogueado en ese ejercicio ha alcanzado niveles de altitud desde el otero donde ha observado con ojos de lince las crepitaciones de los hechos y las circunstancias de sus colegas en el oficio, los del lado propio y los del contrario. Y ha bajado a la sima para sufrir los embates más fieros que se padecen en la hoguera política. Desde ambos escenarios, ha sabido extraer enseñanzas con la que ha enfrentado los claroscuros de la existencia, imperturbable y resoluto. Su madera fue siempre la de un estadista, en el mejor de los términos. El estadista no es siempre el que gobierna. Lo es también el que propone, el que combate, el que se consulta, el que trabaja desde detrás del escenario lo que no se ve, que es muchas veces más importante que lo que se ve, dicho político que Bosch hizo famoso. Estados Unidos, por ejemplo, tuvo dos grandes políticos –controversiales y experimentados- que nunca alcanzaron la presidencia de la nación. Y al morir, ambos recibieron el calificativo de estadistas, precisamente por la contribución que hicieron al desarrollo político de Norteamérica y a la necesidad que siempre tuvieron los gobernantes –donde no todos alcanzan el nivel de estadistas- de abrevar en sus fuentes. Adlai Stevenson, descendiente y ascendiente de parientes que llevaron el mismo nombre y que militaron en la política desde el siglo diecinueve, intentó dos veces llegar a la presidencia como candidato del Partido Demócrata y nunca alcanzó su cometido. Fue dos veces derrotado por Dwight D. Eisenhower. Era elocuente en el discurso, valiente en sus propuestas, enérgico, impactaba en las masas. Fue de los fundadores de Naciones Unidas. Ocupó altas posiciones públicas. Pero, sobre todo, era llamado con frecuencia al Salón Oval para ser consultado sobre temas difíciles y para atenuar las duras tensiones de la guerra fría. Cuando murió, en 1965, recibió los honores correspondientes a un estadista. El otro fue Averell Harriman, quien ni siquiera llegó a lograr la candidatura demócrata porque en dos ocasiones se las arrebató precisamente Adlai Stevenson. Fue ficha clave en los gobiernos de Truman, de Roosevelt, de Kennedy y Johnson, y fue el manejador de las tirantes relaciones con la Rusia Soviética. Harriman, que murió en 1986, era uno de los “ancianos” venerables de la política estadounidense que dirigentes y mandatarios estaban obligados a consultar. Se le rindieron igualmente honores como estadista al momento de su muerte.
Hatuey de Camps es un referente fundamental de la vida política dominicana, un contribuyente de primer orden de nuestro desarrollo democrático, un pugnaz debatiente que ha sabido defender sus criterios con firmeza de carácter, un hombre leal a quien fuera su líder de toda la vida y un amigo fiel y consecuente. Cuando yo fui designado en un alto cargo en años recientes, al día siguiente de mi instalación él estaba en mi despacho para desearme buena suerte. Y el día antes de partir, la primera llamada que recibí fue la suya. Y él no era partidario del gobierno al que serví. Solo un grande amigo. El mismo que desde hace más de cuarenta años yo vi por primera vez de cerca en mi casa de Moca y del que, desde entonces, solo he recibido estímulos crecientes. Yo debía a su nombre y trayectoria, desde hacía rato, estas humildes letras que hoy dejo reposar sobre su recia humanidad de invaluable cosecha.