El degüello en Moca (tradiciones orales y evidencias escritas)
Desde los días del degüello, allá por 1805, ya lejano -casi no me acuerdo- siento trepidar el alma con tanta fuerza que es como si el corazón me saltara por la boca.
Era gente de Moca.
Recuerdo aquella humilde iglesia, llena de pueblo, casi toda vestida de blanco, acariciando perdones y dones divinos, rezumando miserias, esperando milagros. De murmullo en murmullo, la concurrencia encadenaba letanías antiguas, coros lejanos.
Pedían salir ilesos de la marejada de violencia que venía desde el vecino Haití; rogaban por recibir el don de poder seguir viviendo en paz en su trabajo rústico y digno, para algún día abandonar la estrechez rotunda que los arropaba; lucían obsesionados por una idea de progreso, que no llegaría hasta mucho tiempo después.
Era gente de trabajo, mirada altiva. Acostumbrada a voltear, estimular, preñar la tierra en busca de sus frutos. Cansada de repetir cada año la misma rutina, con igual resultado: gastar energía para obtener una respuesta magra. Perdida en sus recuerdos de un pasado distinto y en su esperanza de un futuro mejor.
Anonadados, embotados por la falta de medios, estudios, comunicación; aislados del mundo, pero siempre dedicados a una ocupación propia, autónoma. Orgullosos de sólo tener que doblegar el lomo por su propia decisión, conveniencia y necesidad. Ariscos, sensibles a cualquier intento de dominación. Recios y orgullosos, como ancianos robles que hacen frente a una tempestad.
Era gente de Moca.
Aún oigo el zumbido súbito, agudo y estridente; la algarabía ruidosa de aquella tropa oscura al penetrar de improviso, sin respeto ni medida, dentro de la iglesia austera; los gritos, el temor, el miedo que infundían; desesperación profunda.
Todavía me espanto al recordar la orden fatal, cuando mandaron a cerrar las puertas; el comienzo sin aviso e inaudito de la matanza brutal, fría, sin un más ni un menos, sólo porque sí, tal vez porque estaba escrito que así fuera para soliviantar, ojalá que no para siempre, las rencillas viejas y encender los odios mutuos.
Actuaron transformados, montados. Vociferaron, amenazaron, saquearon, violaron, golpearon, asesinaron, con brutal saña y abuso, en medio de un terror de plomo duro, tan pesado que paralizaba el cuerpo.
Lo recuerdo bien y nunca lo olvido.
El bermellón de savia mocana fluyó, puesto de luto, triste, generoso y espeso, por los pasillos negros antes limpios; palmo a palmo, destilado, chorro a chorro, banco a banco. El ruido de los hierros desenvainados enloqueció las mentes sanas; su tronar metálico y luego blando, precedió al canto fúnebre de la muerte.
Aquello fue, en un abrir y cerrar de ojos, un total y enorme cementerio aún caliente, con cuerpos mutilados y salpicados, esparcidos, doblados, retorcidos, destruidos; cercenados, en medio de una danza macabra alucinante.
A cada golpe cruel del sable frío, cobarde y sucio, la indignación crecía por el sacrificio inútil e injusto. A cada abuso sexual lacerante y demoníaco, el rencor se agigantaba hinchado y bronco.
Era gente de Moca que caía, alevosamente sorprendida.
Me propuse, quién sabe si como símbolo estéril, luchar como un salvaje, pues el aprecio por la vida no conoce límites; encontré apoyo en algunos que pudieron reponerse del endemoniado ataque; nuestras manos encallecidas por el hierro noble y la tierra fértil, al desnudo desarmadas, apelaron al uso de objetos rudos.
Y también lo hicimos.
Para defendernos de una muerte cierta y de un oprobio inmenso, intentamos matar y matar, con un odio tan profundo y hondo, que no puedo dejar de sentir vergüenza todavía.
Aún así, al final, en trifulca desigual, con todo ya perdido, algunos apenas logramos deslizarnos por una de las puertas que pudimos abrir con gran proeza y escapar con nuestros cuerpos chorreando hieles rojas y sintiendo dolor afilado e infinito, por no haber podido evitar tamaña tragedia a ese pueblo bueno.
Y dejamos atrás, en hileras descompuestas, cuerpos vitales palpitantes que de pronto se extinguían; sueños truncados, vientres preñados.
Era gente de Moca que yacía acuchillada.
Luego, aquella tropa haitiana desencajada, destartalada y harapienta, abandonó la aldea en sigilo estridente. Crujía el pecho al verlos partir, satisfechos como cerdos repletos de maíz, eructando sangre, con los ojos desorbitados por su atávica violencia.
Y no hubo nadie, nadie que se alzara para reprimir la bestia, contener su furia, derribar su saña embrutecida e invertebrada, porque ya todo daba igual y era imposible hacer mover las almas castradas por tan inmensa pena.
Desde entonces doy cobijo a un tormento que ya lleva siglos, el de ver caer tanta gente, mía, muy mía. Verlas caer, así, tan solo porque sí.
Lo recuerdo bien y nunca lo olvido.
Desde aquellos lejanos tiempos, mi pueblo se ha cuidado, primero, de transmitir de hijo a hijo, el recuerdo de aquel macabro y brutal degüello, ejecutado sin sentido ni objetivo; segundo, de procurar, por lo menos procurar, y hacer cuanto se pueda hacer, para no dejar jamás que alguien se asiente y duerma en el poder montado en el abuso y opresión de un pueblo ingenuo, todavía inculto e indefenso.
Lo recuerdo bien.
Desde aquello, ya lejano, Moca es tierra regada por la sangre ancha del heroísmo y el martirio.
Desde entonces, ha reafirmado su vocación hermosa de hacer guardia celosa a la frágil urna de la libertad.
Lo recuerdo.
Por eso, ya no me asusta ahora ni siquiera la eventual sorpresa traicionera interna, porque somos muchos, curtidos en la tragedia, forjados en el dolor.
Tampoco me asusta la amenaza externa, porque allá cerca como acá somos víctimas de una ignorancia extensa.
No quiero más odio, ni más muertes.
En el fondo, tal vez el odio, más que en mitos y rencillas ancestrales, puede que se asiente en la desigualdad profunda e inmensa.
Recuerdo.
Cuánta falta hacen héroes que rediman a los pueblos de la ignorancia atroz y del atraso viejo.
Lo sé.
(edogarmi.fullblog.com.ar)
Era gente de Moca.
Recuerdo aquella humilde iglesia, llena de pueblo, casi toda vestida de blanco, acariciando perdones y dones divinos, rezumando miserias, esperando milagros. De murmullo en murmullo, la concurrencia encadenaba letanías antiguas, coros lejanos.
Pedían salir ilesos de la marejada de violencia que venía desde el vecino Haití; rogaban por recibir el don de poder seguir viviendo en paz en su trabajo rústico y digno, para algún día abandonar la estrechez rotunda que los arropaba; lucían obsesionados por una idea de progreso, que no llegaría hasta mucho tiempo después.
Era gente de trabajo, mirada altiva. Acostumbrada a voltear, estimular, preñar la tierra en busca de sus frutos. Cansada de repetir cada año la misma rutina, con igual resultado: gastar energía para obtener una respuesta magra. Perdida en sus recuerdos de un pasado distinto y en su esperanza de un futuro mejor.
Anonadados, embotados por la falta de medios, estudios, comunicación; aislados del mundo, pero siempre dedicados a una ocupación propia, autónoma. Orgullosos de sólo tener que doblegar el lomo por su propia decisión, conveniencia y necesidad. Ariscos, sensibles a cualquier intento de dominación. Recios y orgullosos, como ancianos robles que hacen frente a una tempestad.
Era gente de Moca.
Aún oigo el zumbido súbito, agudo y estridente; la algarabía ruidosa de aquella tropa oscura al penetrar de improviso, sin respeto ni medida, dentro de la iglesia austera; los gritos, el temor, el miedo que infundían; desesperación profunda.
Todavía me espanto al recordar la orden fatal, cuando mandaron a cerrar las puertas; el comienzo sin aviso e inaudito de la matanza brutal, fría, sin un más ni un menos, sólo porque sí, tal vez porque estaba escrito que así fuera para soliviantar, ojalá que no para siempre, las rencillas viejas y encender los odios mutuos.
Actuaron transformados, montados. Vociferaron, amenazaron, saquearon, violaron, golpearon, asesinaron, con brutal saña y abuso, en medio de un terror de plomo duro, tan pesado que paralizaba el cuerpo.
Lo recuerdo bien y nunca lo olvido.
El bermellón de savia mocana fluyó, puesto de luto, triste, generoso y espeso, por los pasillos negros antes limpios; palmo a palmo, destilado, chorro a chorro, banco a banco. El ruido de los hierros desenvainados enloqueció las mentes sanas; su tronar metálico y luego blando, precedió al canto fúnebre de la muerte.
Aquello fue, en un abrir y cerrar de ojos, un total y enorme cementerio aún caliente, con cuerpos mutilados y salpicados, esparcidos, doblados, retorcidos, destruidos; cercenados, en medio de una danza macabra alucinante.
A cada golpe cruel del sable frío, cobarde y sucio, la indignación crecía por el sacrificio inútil e injusto. A cada abuso sexual lacerante y demoníaco, el rencor se agigantaba hinchado y bronco.
Era gente de Moca que caía, alevosamente sorprendida.
Me propuse, quién sabe si como símbolo estéril, luchar como un salvaje, pues el aprecio por la vida no conoce límites; encontré apoyo en algunos que pudieron reponerse del endemoniado ataque; nuestras manos encallecidas por el hierro noble y la tierra fértil, al desnudo desarmadas, apelaron al uso de objetos rudos.
Y también lo hicimos.
Para defendernos de una muerte cierta y de un oprobio inmenso, intentamos matar y matar, con un odio tan profundo y hondo, que no puedo dejar de sentir vergüenza todavía.
Aún así, al final, en trifulca desigual, con todo ya perdido, algunos apenas logramos deslizarnos por una de las puertas que pudimos abrir con gran proeza y escapar con nuestros cuerpos chorreando hieles rojas y sintiendo dolor afilado e infinito, por no haber podido evitar tamaña tragedia a ese pueblo bueno.
Y dejamos atrás, en hileras descompuestas, cuerpos vitales palpitantes que de pronto se extinguían; sueños truncados, vientres preñados.
Era gente de Moca que yacía acuchillada.
Luego, aquella tropa haitiana desencajada, destartalada y harapienta, abandonó la aldea en sigilo estridente. Crujía el pecho al verlos partir, satisfechos como cerdos repletos de maíz, eructando sangre, con los ojos desorbitados por su atávica violencia.
Y no hubo nadie, nadie que se alzara para reprimir la bestia, contener su furia, derribar su saña embrutecida e invertebrada, porque ya todo daba igual y era imposible hacer mover las almas castradas por tan inmensa pena.
Desde entonces doy cobijo a un tormento que ya lleva siglos, el de ver caer tanta gente, mía, muy mía. Verlas caer, así, tan solo porque sí.
Lo recuerdo bien y nunca lo olvido.
Desde aquellos lejanos tiempos, mi pueblo se ha cuidado, primero, de transmitir de hijo a hijo, el recuerdo de aquel macabro y brutal degüello, ejecutado sin sentido ni objetivo; segundo, de procurar, por lo menos procurar, y hacer cuanto se pueda hacer, para no dejar jamás que alguien se asiente y duerma en el poder montado en el abuso y opresión de un pueblo ingenuo, todavía inculto e indefenso.
Lo recuerdo bien.
Desde aquello, ya lejano, Moca es tierra regada por la sangre ancha del heroísmo y el martirio.
Desde entonces, ha reafirmado su vocación hermosa de hacer guardia celosa a la frágil urna de la libertad.
Lo recuerdo.
Por eso, ya no me asusta ahora ni siquiera la eventual sorpresa traicionera interna, porque somos muchos, curtidos en la tragedia, forjados en el dolor.
Tampoco me asusta la amenaza externa, porque allá cerca como acá somos víctimas de una ignorancia extensa.
No quiero más odio, ni más muertes.
En el fondo, tal vez el odio, más que en mitos y rencillas ancestrales, puede que se asiente en la desigualdad profunda e inmensa.
Recuerdo.
Cuánta falta hacen héroes que rediman a los pueblos de la ignorancia atroz y del atraso viejo.
Lo sé.
(edogarmi.fullblog.com.ar)