La Habana no es una vieja dama digna
LA HABANA. A diferencia de años anteriores, cuando el paisaje cubano era acorralado por inmensas vallas que gritaban mensajes revolucionarios, ahora casi se las echa en falta. Solo en las paredes no escasean las consignas. Tampoco escasean los rostros de Fidel y el Ché, epítome el primero de un proceso que lleva ya casi cincuenta y ocho años, símbolo cuasi religioso el segundo. No muchas veces, todavía, aparece el de Raúl.
En las áreas restauradas de la Vieja Habana, mesa servida para un turismo creciente, la iconografía revolucionaria es hoy un producto vendible en moneda dura. Ya no amenaza. La banalización comercial la ha despojado de su significado primigenio. Los turistas compran cachuchas verde olivo, camisetas con el Ché inmortalizado por la cámara de Korda, viejos afiches y viejos libros expuestos por los libreros de la Plaza de Armas, con el mismo indiferente desparpajo con el que beben un mojito en La Bodeguita del Medio o un daiquirí en el Floridita. Con el mismo indiferente desparpajo con que bailan, contorsionándose como marionetas, en el portuario bar-restaurante Dos Hermanos.
No es la única incongruencia, si así puede llamarse. En el Hotel Nacional, declarado Memoria del Mundo por la Unesco y Monumento Nacional por el gobierno cubano, un enorme retrato de un joven Fidel Castro, mochila al hombro, preside el vestíbulo donde decenas de turistas arrastran sus maletas, abrasados solo por el deseo de ir a tumbarse al sol, bebida en mano. En este ambiente de jolgorio lúdico, la foto del líder recientemente fallecido parece una rareza. Sobre el dintel de uno de los varios salones de fiesta, Compay Segundo sonríe. El domingo, en la pared del pasillo que conduce a ese mismo salón, el Ché también sonreía; el jueves había desaparecido para dar paso a un estand donde se venden objetos diversos a la pléyade de artistas que se dan cita en La Habana con ocasión del Festival Internacional de Cine.
Construido en 1930, el Hotel Nacional ha sido escenario de importantes acontecimientos. Dos de ellos, aunque de diferente signo, destacan en su historia: la reunión en diciembre de 1946 de todos los jefes de la mafia en los Estados Unidos, incluido el capo de capos Lucky Luciano; y el atrincheramiento de soldados que cavaron túneles en sus jardines cuando la llamada Crisis de los Misiles en octubre de 1962. Una exposición, organizada en uno de ellos, y anunciada en un cartel, rememora este último acontecimiento. Como muchos otros sitios de interés, sus puertas permanecen cerradas mientras el encargado se pasea por los extensos jardines que miran al mar, indiferente al reclamo del potencial, y escaso, visitante.
Esta vez el taxista es graduado en Economía de la Universidad de La Habana. Para explicar el porqué en la ciudad ya no abundan ni vallas ni afiches, desarrolla toda una teoría macroeconómica. Habla del “desperdicio” en causas ajenas de los recursos obtenidos por Cuba gracias a la “cooperación” de la hoy desaparecida Unión Soviética y, posteriormente, de la Venezuela de Chávez. La “solidaridad” sustituyó la necesidad de desarrollar el aparato productivo cubano y hoy se pagan las consecuencias. Tantos han sido y siguen siendo “los recortes” que no hay ni siquiera para la necesaria propaganda.
En el perímetro en el que el Historiador de la Ciudad Eusebio Leal impulsó la recuperación del añejo esplendor, se levantan andamios desde los cuales los trabajadores se afanan en reconstruir el trozo de soportal destruido por el tiempo y la desidia, devuelven la integridad a la columna neoclásica llena de muescas, lavan a presión fachadas ennegrecidas por incontables capas de polvo. Pero ahora la restauración no está en manos de su principal soñador y artífice: en agosto pasado, los trabajos fueron de las manos de Habaguanex, S.A., la empresa creada por Leal, a las del Grupo Administrativo Empresarial, vinculado estrechamente con las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La sensible inteligencia de Leal, quien una vez dijo, evocando a Martí, “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”, ha sido revocada por la visión pragmática que, según se rumorea, busca más rentabilidad y menos historia.
Su última obra consumada fue un edificio acristalado en el antiguo embarcadero de donde salen las lanchas hacia los municipios de Regla y Casablanca. No es deslumbrante, tampoco grande, pero sí habla del esfuerzo por recuperar zonas de la vieja ciudad en deterioro extremo. Un poco más allá, sobre las aguas hasta hace poco peligrosamente contaminadas se construyó una estructura que permite recrearse en la belleza del lugar, pero un militar impide el paso: pese a su reciente inauguración, estaba cerrada para corregirle daños. Metros más, un viejo almacén maderero ha sido convertido en cervecería que, a la hora de la visita, aún no había abierto sus puertas. En frente, la Alameda de Paula, construida en 1777, ha sido remozada y puede recorrerse tranquilamente si se soporta la extraña pestilencia que trae la brisa, como lo hace un grupo de niños y niñas que juegan volibol bajo un sol inclemente.
Muchos otros antiguos edificios, representativos de la rica y diversa arquitectura cubana de los tiempos anteriores al triunfo de la revolución en 1959, están cercados por altas vallas que resguardan a los ojos de los curiosos los trabajos que se realizan en su interior. El gobierno está apostando seriamente al turismo mezclando en un mismo cóctel de mercadeo la belleza de la ciudad, la nostalgia de un pasado esplendente y la atracción del mito. Pero algunas de las personas con las que se comenta el fenómeno temen que, al igual a como sucede en otras ciudades, este afán económico y empresarial produzca (en buena medida ya lo hace) un proceso de gentrificacion que termine complicando más aún la vida de importantes sectores poblacionales.
En las calles de Centro Habana, fuera del circuito turístico, el panorama es bien otro. El deterioro abruma. Calles polvorientas y rotas, aceras por donde es difícil caminar. Viviendas que se caen a pedazos producto del descuido y del frecuente hacinamiento. Fachadas históricas que han ido perdiendo su valor bajo las adiciones incontroladas de familias que buscan espacio donde vivir a como dé lugar. No es infrecuente ver edificios de más de un piso, verdaderas joyas arquitectónicas, que han perdido los techos y parte importante de su estructura en los que, sin embargo, viven personas.
En los lugares más céntricos y concurridos del turismo, los viejos descapotables se alinean a la espera de clientes. Los encuentran a montones. Están pintados con vívidos colores que brillan al sol y corren raudos por las despejadas avenidas habaneras. Los turistas agarran con sus manos los sombreros que los protegen para que no los lleve el viento, o los levantan como si fueran el indisputable trofeo de un indisputable goce. Ellos, venidos de la hipermodernidad del primer mundo, ríen como locos por esta cópula efímera y turbulenta con el tiempo detenido.