El mes que viví en los libros de Svetlana Alexiévich
Los libros de la escritora bielorrusa son un extraordinario testimonio sobre la tragedia del socialismo
y el drama individual de los que vivieron bajo su dictadura.
Cuando supe que Svetlana Alexiévich había ganado el Premio Nobel, pensé que era otro de los tantos desatinos de su impredecible jurado. No lo niego, le guardo un enorme rencor por haber permitido que genios como Kafka, Borges o Miller se murieran sin esa medalla, mientras la ponían en manos de tantos escritores olvidables y prescindibles.
“Una vez más se hicieron los suecos”, recuerdo que comenté en Twitter. Aunque nunca había leído a la periodista y escritora bielorrusa, daba por hecho que era menos relevante que Paul Auster o Haruki Murakami, dos de los candidatos más obvios. Hoy, después de vivir un mes entero dentro de sus libros, puedo asegurar que estaba totalmente equivocado.
La obra de Svetlana Alexiévich es un documento imprescindible sobre el drama del socialismo y la tragedia que vivieron los pueblos que fueron dominados por la Unión Soviética. Todavía en la librería leí una frase de la introducción de “El fin del Homo sovieticus”: “Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles. ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires”.
A partir de ahí no pude parar de leer un libro tras otro. Nací y me crié a nueve mil kilómetros del país de Svetlana Alexiévich, pero cuando leo los testimonios de sus entrevistados también creo oír a los campesinos y obreros de mi pueblo, esos que creían construir el futuro de Cuba cuando en verdad demolían nuestra nación hasta reducirla a ruinas irreconocibles.
En 1987, cuando me gradué de la Escuela de Arte de La Habana, integré una brigada de teatristas, pintores, escultores y músicos que estuvo durante todo el verano en la base naval de la bahía de Cienfuegos. En las mañanas hacíamos presentaciones, pintábamos murales y erigíamos esculturas. En las tardes nos llevaban de excursión por las embarcaciones.
El último día conocimos un enorme submarino soviético. Estaba herrumbroso y despintado. Su interior olía a ballena descompuesta. El capitán, rudo como los personajes del acorazado Potemkin, solo decía frases optimistas sobre la técnica del sumergible y la moral de sus hombres. Al final hizo que toda la tripulación saliera a cubierta y formara para saludarnos. Eran muchachitos muy flacos y pálidos, horrorizados por la luz del Trópico. Mientras el capitán vociferaba consignas en ruso, su tripulación se concentraba en respirar aire fresco, fuera de la fetidez del artefacto donde vivía.
Hay un sueño recurrente que compartimos muchos de los cubanos de mi generación que ahora vivimos en el exilio. Soñamos que volvemos de visita a Cuba y no nos dejan salir. Al menos en mi caso, cuando me despierto, me siento como los muchachitos del submarino soviético. Me concentro en respirar aire fresco, fuera de la fetidez de la pesadilla. A muchos de los personajes de Svetlana Alexiévich les pasa lo mismo.
A República Dominicana le debo la libertad de haber podido ser quien realmente quise ser siempre. Esa es una de las tantas conclusiones a las que llegué al final del mes en que viví en los libros de Svetlana Alexiévich. Eso también explica mi obsesión por defender a la libertad en cualquier espacio.
Yo también fui un homo soviéticus, por eso es que estoy tan agradecido de los libros de Svetlana. Todavía no puedo evitar el sueño de que me dejan encerrado en mi país y no logro escapar de él. Por eso no cambio por nada la enorme felicidad que siento cada vez que abro los ojos y compruebo que soy un hombre libre.