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Crisis de identidad

No es la primera vez que me pasa, tengo muchos antecedentes. Soy reincidente en eso.

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Crisis de identidad

Hace unos días hice una expedición junto a Mario Dávalos. Volvimos hasta uno de nuestros lugares preferidos: La Lomita, un paraje perdido en el corazón de la Cordillera Central. Allá arriba, mientras esperábamos para que una doña nos hiciera café, tuve un raro pensamiento.

En un momento en que la anciana hablaba de las lluvias recientes, recordó una frase de sus ancestros: “los viejos de aquí decían que mayo son 30 días y 30 aguas”, dijo. Su acento y la sabiduría silvestre de su frase me hicieron sentir orgulloso.

“Nada como los campesinos de mi país”, me dije a mí mismo. Había caído otra vez en la hermosa trampa de llegarme a creer que en verdad nací aquí. No es la primera vez que me pasa, tengo muchos antecedentes. Soy reincidente en eso.

Suelo decir a menudo que “soy aguilucho desde chiquitico”. Las personas a las que se lo digo lo asumen como un chiste y no como lo que es: un acto de fe. Cuando las Águilas ganan celebro como un niño; cuando pierden, siento una herida en mi sentido de pertenencia.

Al día siguiente de nuestra expedición a La Lomita, Mario compartió una nota en su muro de Facebook: “A Camilo y a mí nos gusta la montaña tanto como los libros –comenzó diciendo–. Nos conocimos en el 2000. Fernando Ferrán, un amigo de mi padre, fue quien nos presentó. Desde entonces somos como hermanos”.

Luego, hizo una pequeña enumeración: “Nuestra amistad de 16 años puede definirse en cinco grandes temas de conversación: libros, música, árboles, viajes y ron”. Creo que en su lista faltó un tema crucial. Cuando estamos juntos, Mario se reafirma como cubano [su padre es habanero] y yo como dominicano.

De hecho, en nuestros viajes por las lomas, mencionamos siempre los dos nombres de las cosas. Gri gri, en dominicana; júcaro, en Cuba. Cigüita de tierra, en dominicana; tomeguín de la tierra, en Cuba. Mara, en dominicana; ocuje, en Cuba...

Aunque esa relación ‘bilingüe’ le permite a él ser más cubano y a mí ser más dominicano, ninguno de los dos busca en esa reafirmación otra cosa que no sea un sentimiento intangible e inasible: la necesidad de pertenecer de una manera legítima. El espacio donde mi pasaporte dice que nací en Villa Clara, una provincia del centro de Cuba, no alcanza para detallar todos los lugares a los que creo pertenecer. Esos documentos, en los que las autoridades suelen confiar tanto, son increíblemente imprecisos.

Mi pasaporte no dice que en verdad vine al mundo a los 5 años, el día en que mis padres se divorciaron y me llevaron a vivir con mis abuelos maternos a una estación de ferrocarril de un pequeño pueblo rodeado de cañaverales por todas partes. Tampoco se consigna que, ya siendo un adolescente, fui a estudiar arte a un bosque de La Habana que acabó marcándome para el resto de mi vida.

Pero la mayor omisión que hay en mi documento de identidad es República Dominicana. Recuerdo un momento de la primera vez que fui a Montecristi. La carretera y el bosque seco se interrumpieron de pronto ante un derruido cartel que daba la bienvenida a un pueblo. Mi subconsciente, sin tomarme en cuenta ni pedirme permiso, me sacó de la conversación en la que participaba y empezó a tararearme.

“Y que en Villa Vázquez oigan este canto, ojalá que llueva café en el campo”. Acababa de llegar a un sitio en el que nunca antes había estado, pero un verso de Juan Luis Guerra lo había hecho mío muchísimo antes de yo saber, incluso, que acabaría viviendo en este país.

Debo admitirlo, tengo una maravillosa crisis de identidad y esa condición, como precisa Mario, va conmigo a todas partes desde hace 16 años. Ya soy de aquí sin haber podido dejar de ser de allá.