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El gendarme necesario

La puerta del despacho se ha abierto de un tirón y ha aparecido, mejor dicho, brotado el mismísimo Jefe , de talante volcánico, el rostro desencajado por la rabia; los colores encendidos, lo suficiente como para diluir la gruesa capa de cremas y talcos con los que sepulta cada día a la abuela Chevalier; la boca apretada en un rictus que no se puede distinguir si es por cólera irreprimible o evitar que el impulso proyecte, como si de una catapulta se tratase, su dentadura postiza. Llevaba en la mano un diario estrujado, que por la tipografía se ve a las claras que no es dominicano. Solo le faltaba empuñar la fusta o el revólver Cobra que no abandona jamás.

"¡Búsquenme, dónde sea, al incorregible de Bernardino, carajo!-vociferó, mientras todos sus ayudantes quedábamos clavados al piso, en atención, la vista al frente, sin osar mirarlo a los ojos- No me importa si está en su finca, borracho o dándoselas de buen jinete. ¡Me lo traen ya mismo!"

Fue el inicio de la estampida y de interminables llamadas telefónicas, pero lo cierto es que antes de pasados los cuarenta minutos, ya el susodicho estaba de pie en la puerta, con su rostro ancho de batracio, su piel quebrada y repelente, como de una alimaña feroz y esa mirada disimulada tras los lentes oscuros, que debió de ser lo último que se deben haber llevado a la tumba tantos hombres.

"Don Félix- le susurré- tenga la bondad de quitarse los lentes oscuros antes de entrar. Usted sabe que el Jefe, en su presencia, solo se lo permite al general Ramfis. Y perdone el recordatorio"

Se los quitó, a segundos de ser llamado. Pero antes de entrar tuvo tiempo de calarme de arriba a abajo. Y su mano derecha, lo noté, se crispó con furia contenida, aferrada al ala del sombrero que llevaba por delante, en señal de respeto y sumisión.

Al salir del despacho del Jefe y ya de retirada, Don Félix W. Bernardino se plantó firmemente en nuestra oficina, se tomó todo el tiempo del mundo para calarse el sombrero y las gafas, ladear la cabeza maciza, como la de un bulldog y preguntarme, suavemente, casi con cariño paternal, cuál era mi apellido.

"Teniente Brea Carreres, Don Félix-respondí en posición de firme, por puro reflejo-A sus órdenes"

No hizo ningún comentario, pero al alejarse con toda parsimonia pude percibir un silbido acolchado, como el de una serpiente al acecho.

Desde ese momento, se nos complicó la vida Vale decir que quedamos acuartelados, sin derecho al descanso ni ir a la casa, con los minutos contados para comer en volandas y cabecear, en algún rincón, donde no nos vieran.

Así pasamos los días siguientes a aquella tarde. Por supuesto que no teníamos derecho a preguntar, ni saber, ni imaginar nada. Los ayudantes militares de la Presidencia éramos solo eso: engranajes mudos, ciegos y sordos, que aportábamos lo que nos tocaba hacer dentro de un mecanismo imprevisible e incontrolable, que debía concluir en algún lugar, en algún momento, ante los ojos aprobatorios de alguien, según el ritmo que trazaba una mano maestra e invisible.

Claro, tampoco somos tontos, solo que saber mucho, en este puesto, no necesariamente es bueno para la salud. Por eso lo que logramos intuir, imaginar o cazar al vuelo, jamás lo comentamos con nadie. Y así fue como yo empecé a saber para mí mismo, de qué se trataba aquel zafarrancho.

Todo empezó en Caracas, quizás antes de yo nacer, cuando un señor llamado Laureano Vallenilla Lanz, historiador, periodista, sociólogo e ideólogo, parece que no de muchos escrúpulos, terminó siendo el apólogo principal de un tirano, perdón, de un Jefe o caudillo, llamado general Juan Vicente Gómez, como antes lo fuese de un presidente y general llamado Cipriano Castro, más conocido como "El mono capacho", al que el primero derrocó manu militari, sin que se enfriara el entusiasmo del insumergible señor Vallenila Lanz, ni su inquebrantable decisión de adular y servir a quien tuviese el mando.

Ese señor, tan parecido a los intelectuales que desfilan a diario ante el Jefe llevando exégesis, discursos laudatorios, artículos prohispanistas y antihaitianos, copias de pergaminos del Archivo de Indias que prueban que este desciende de los Reyes Católicos y de uno de los doce Apóstoles, había sido ya diplomático en Amsterdam y París y aprovechó bien su tiempo visitando, no solo a las pálidas señoritas de Le Pigalle ,sino también las clases de Filosofía positivista en La Sorbona y leyendo a Le Bon, Spencer, Taine y Darwin y muy especialmente a Ernst Renán, de todo lo cual compuso una especie de credo totalitario, apto para defender a todo Jefe de mano fuerte y corazón abroquelado, que fuese capaz de imponer la ley y el orden a las sociedades que habían emergido de guerras civiles, montoneras y bochinches, formadas por negros, mulatos zambos, indios, criollos y todas sus infinitas combinaciones.

Nombrado luego Cónsul en Santander, el Sr Vallenilla Lanz tuvo la suerte de frecuentar la amistad del poeta Villaespesa, cantor de las perdidas glorias de la Madre Patria, de un vejete iracundo y temible en el sarcasmo llamado Don Miguel de Unamuno y de los novelistas Benito Pérez Galdós y Pío Baroja. Regresó al país en 1910, no más dar su golpe el general Juan Vicente Gómez, cuya política, ya se sabe, fue resumida por él mismo como "...mantener a raya a los enemigos, pagar las deudas y hablar bien de Bolívar"

Intendente de Instrucción Pública y Director del Archivo Nacional fueron sus primeros cargos. Pero donde de verdad empezó a picar alto fue al publicar una polémica con un tal Sr Santos, historiador colombiano, a quien refutó en sus ideas liberaloides y trasnochadas, con un rotundo artículo, titulado " El gendarme necesario", el que luego incluiría como capítulo en su obra decisiva, "Cesarismo democrático", publicada en 1919.

Por aquellos días sin dormir tuve la iluminación de reconstruir para mí la trayectoria de aquel Sr Vallenilla Lanz que, muerto de enfermedad pulmonar en París, en noviembre de 1936, que era capaz de provocar desazón, alarma y rabia en el Jefe, en este año de 1959 . Pude también asomarme a sus puntos de vista, uniendo fragmentos de su obra principal que Don Joaquín Balaguer había subrayado, con grueso trazo rojo de carpintero, en un manojo de hojas que le envió al Generalísimo.

"Se hace necesario que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hayan hoy establecido-escribía el Sr Vallenilla Lanz y subrayaba el Sr Balaguer- existe siempre, como una necesidad fatal, "el gendarme electivo o hereditario" de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de los hechos inspira el temor y que por el temor mantiene la paz... Los jefes no se eligen, sino que se imponen"

Y por si fuese poco, también escribía:

"Es el carácter típico del Estado guerrero, en que la preservación de la vida social ante las agresiones incesantes, exige la subordinación obligatoria a un Jefe... Yo creo, como Renán, en el "buen tirano" y lo digo no veladamente, ni con eufemismos impropios de mi carácter..."

Enseguida comprendí por qué debió existir una corriente subterránea de simpatía, aquella que profesaba el Jefe hacia las ideas de ese Sr Vallenilla Lanz. Y digo de ese porque no tardé en descubrir que la causa de todo no era aquel Vallenilla Lanz, sino otro Vallenilla Lanz, su hijo, cuyo apellido materno era Planchart y que había crecido en Francia, Italia y Suiza casi solo hasta hacerse abogado, huérfano de madre a los cuatro años y abandonado por un padre adulón y ambicioso de poder, al que, como suele ocurrir, creció admirando y dedicándole una fidelidad y devoción perrunas.

Este otro Vallenilla Lanz estaba al servicio de otro tirano, digo, otro Jefe, el general Marcos Pérez Jiménez, en cuyo gobierno, tras el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1952, había servido como Ministro del Interior. Creador de una fundamentación canalla de la tiranía conocida como " Nuevo Ideal Nacional" tuvo la falta de escrúpulos y el cinismo de afirmar, como leí en nuevas notas subrayadas por el grueso trazo rojo de carpintero del Dr Balaguer, que "... el problema es de fondo, de cultura contra barbarie, llámese esta demagogia o tiranía y hay que movilizar todos los recursos y reservas de la nación"

Leyendo y pensando, comprendí que Don Félix era el enlace entre el general Marcos Pérez Jiménez y el Jefe, desde que, en nombre del segundo y trabajando para otro poder extranjero, brindó al primero todo el dinero y la logística para dar el golpe de Estado de diciembre de 1952, como mismo había cumplido la misma tarea, en marzo de ese año, durante los preparativos del golpe de Estado del general Fulgencio Batista, en Cuba y que ya establecida la tiranía había puesto su capacidad de síntesis y una cierta afortunada propensión a las frases felices al acuñar sloganes como " Democracia con energía" y "Democracia con César", tan del agrado del Jefe, al que una vez escuché reprochable al Sr Peña Batlle, no haber tenido la sagacidad de inventar antes.

Este Vallenilla Lanz había sido sorprendido por la revolución del 1 de enero de 1958, teniendo que poner pies en polvorosa. Entonces fue que descubrí que lo que había iniciado esta agonía, en una tarde de portazos y corre-corre, había sido la noticia de que el muy imbécil había entrado clandestinamente a Venezuela, que tanto lo odiaba, para personarse en el homenaje que la Academia Nacional de la Historia había convocado para honrar a aquel Vallenilla Lanz, su amado padre que nunca lo quiso y que por supuesto, como reseñaba la prensa leída por el Jefe, había terminado en la Cárcel Modelo de Caracas.

Ya se sabe que el Jefe no abandona a sus hombres. Por eso la llamada urgente a Don Félix, a quien dio la tarea de, por las buenas o por las malas, salvar de las garras de los revolucionarios a aquel hombre valioso, hijo de un difunto no menos valioso y llevarlo a Ciudad Trujillo para darle un empleo digno de su talento. A ver si le inventaba unos sloganes tan buenos como aquellos...

En el vuelo de KLM a Caracas, donde va el equipo de apoyo a su tarea, el Sr Félix acariciaba el maletín de cuero donde llevaba medio millón de dólares para los sobornos y me confesó, en medio de un extraño rapto de sinceridad y confianza, que las armas y explosivos " ya están allá, en nuestra Embajada, por si falla el maletín". Luego se quitó los espejuelos oscuros y me caló con aquellos ojos de batracio asesino, para decirme que no sabía por qué, tenía el pálpito de que yo no regresaría vivo de esa misión.

"Carajo, teniente Brea Carreres-masculló- tan joven para ser héroe de la Patria Nueva. Usted es un suertudo".