Deshonestidad castigada, heroísmo olvidado
Subvierten el ánimo y conducen a la ineludible conclusión de que el espíritu destructivo es intrínseco al ser humano, las noticias comprobadas de que los dominicanos en el béisbol organizado de Estados Unidos ocupan el primer lugar en las estadísticas funestas de los consumidores de sustancias prohibidas. Las penas son severísimas tras la serie de escándalos que dejó maltrecha la imagen del popular deporte y de figuras a las que ya se les hacía espacio en el Salón de la Fama de Cooperstown. La dureza del castigo iguala la falta, y no puede ser de otra manera si se quiere salvar los principios básicos de la buena lid que rigen toda competencia deportiva.
Nuestros atletas ocupan espacios precedentes en las casillas de la excelencia en los circuitos grandes y menores. También en el apartado del escarnio, porque de cada dos positivos en las pruebas que determinan la presencia de esteroides en el cuerpo, uno nació en ese país en el mundo ubicado estratégicamente en el mismo trayecto del sol. Nos alumbran los éxitos, mas nos oscurecen los timos. Si en una disciplina en la que los promedios son el idioma del rendimiento y desempeño se juega un poco más con las estadísticas, la falencia moral del dominicano alcanza proporciones epidémicas en la relación entre nuestra porción del total de la matrícula versus los casos de nuestros peloteros sorprendidos con drogas en la masa. A esos deportistas les falta otra substancia, una que no se inocula sino que se adquiere y practica en el hogar y en el proceso de la socialización aleccionadora. Figura con prominencia entre los valores supremos, esencia misma del deporte no importa si olímpico, de aficionados o profesional. Se la conoce como honestidad, y pena no se dispense y administre por kilos sin posibilidad de eliminación no importa cuántos diuréticos de malos ejemplos y tentaciones se ingieran.
El último santo caído de los altares de la estelaridad a los infiernos de la esterilidad -suspendido por cincuenta partidos, todo el resto de la temporada-, es el lanzador Bartolo Colón. Inmediatamente antes le había precedido en el escándalo y la vergüenza Melky Cabrera, castigado con la misma pena. Al parecer, les faltaba hombría de bien y creyeron suplirla con unas dosis de testosterona. Machismo de pacotilla y traición al deporte que ha echado raíces profundas en los surcos de nuestra cultura, y por añadidura a los compañeros de equipo y fanáticos. En el caso de este Colón, recién descubridor de que con el embauco no se gana plata, sin su bola mortífera los Atléticos de Oakland cojean para clasificar pese a la proximidad al primer lugar en la división oeste de la Liga Americana. Ambos caminan en la muy mala compañía de nombres criollos irrespetables: Manny Ramírez, Guillermo Mota, José Guillén y Neife Pérez, entre otros que engrosan el listado del béisbol vergonzoso.
Para disminuir el inri se argumenta la presión que sufren estas mega estrellas para producir sin descanso, sin bajas, sin lesiones y siempre a tono con las expectativas de quienes pagan sus salarios millonarios y los fanáticos que los idolatran. Cualquier ensayo de justificación está de antemano condenado al fracaso. Las reglas son muy claras y las advertencias, sobran. Más que eso, la descripción en inglés para esas substancias apunta hacia la raíz medular del problema: enhanced-performance, algo así como rendimiento mejorado, reforzado, maximizado. Luego, el uso de esteroides se contrapone a la regla de oro que condiciona todo deporte y el espíritu de competencia anejo: igualdad de condiciones. El engaño se lleva de encuentro el concepto de juego limpio, el fair play como lo llaman los ingleses, y lo que de meritorio tiene superar al rival gracias a las habilidades desarrolladas con talento natural y esfuerzo llevado al límite de la resistencia física, no potencializados con drogas o elementos químicos.
Que la deshonestidad sea un vicio de alto predominio en los peloteros dominicanos llena de espanto. Al uso de substancias prohibidas se suman las alteraciones de actas de nacimiento para ocultar la verdadera edad y la adopción de identidades falsas. Podría ser revelador de un vacío en el alma nacional que se revela en la aceptación extendida del dictum maquiavélico de que el fin justifica los medios, de que en la persecución de la gloria no hay fronteras válidas. Conducta torpe que acarrea el baldón para un deporte en cuya práctica en los escenarios de mayores requisitos ha quedado sobradamente demostrado cuán talentosos somos. Sin necesidad de imposturas.
Cada año, decenas de dominicanos militan en el béisbol organizado de Estados Unidos, llenándose de gloria y de fortuna. Suman ya varios centenares los hombres nuestros que han aspirado a la excelsitud con el bate al hombro, lanzamientos de bolas imposibles o atrapadas espectaculares en los jardines o en el cuadro interior barridos por la brisa primaveral u otoñal, bajo el sol del estío inclemente o las luces artificiales que se estrellan en los uniformes relucientes. Las hazañas de los criollos son material de conversación en los cenáculos sociales, programas y espacios deportivos a lo largo y ancho de la extensa geografía norteamericana. La tierra de los buenos peloteros reemplaza a menudo el nombre de República Dominicana y resuena la pregunta por qué sobresalimos particularmente en el béisbol.
En estos momentos pesarosos para los amantes del deporte, abunda consuelo en el recuerdo inspirador de quienes abrieron las puertas de las Grandes Ligas a los beisbolistas dominicanos, protagonistas de episodios honorables dentro y fuera del terreno de juego. Aquellos pioneros sí que tenían una fibra moral más fuerte que la madera de un bate Louisville.
Mi héroe por excelencia es Felipe Rojas Alou, con quien emocionado compartí la entrega de un galardón a Vladimir Guerrero en el último juego de los Orioles en la temporada pasada, en su hogar en el Camden Yards, en Baltimore. Los años le han doblado la espalda, mas no ese espíritu con el que derrotó equipos y lanzadores contrarios y todo un catálogo de adversidades, antes y después de alcanzar el pináculo en una carrera memorable, desde jugador hasta dirigente. Ese jardinero y primera base sí que anduvo en buena compañía durante sus temporadas con los Gigantes de San Francisco en los albores de la década de los años 60, con sus hermanos Jesús y Mateo, el mago del infield hit Manuel Mota, con su compadre Juan Marichal y los veteranos puertorriqueños Orlando "Peruchín" Cepeda y José Pagán, este último fallecido en junio del año pasado.
Cuando llegó por primera vez a Estados Unidos en 1955, Felipe fue destinado a una sucursal de los entonces Gigantes de Nueva York, Lake Charles, en el segregacionista estado de Luisiana, en el sur profundo norteamericano. Documental filmado en 2006, The Republic of Baseball recoge los testimonios desgarradores de ese gran dominicano sobre sus experiencias en aquellos años desdichados cuando transformó las asperezas del racismo en el acicate para buscar la excelencia. Apenas pudo jugar en aquella ciudad donde el color de la piel determinaba los lugares que se podían frecuentar. Y donde se sentaban los fanáticos en el estadio de pelota. Ni siquiera el uniforme lo salvó de que la Policía le impidiera entrar al terreno de juego un buen día, y en cambio lo enviaran a las graderías reservadas para los afroamericanos. Ese mismo año lo transfirieron a Cocoa Beach, en la Florida, al parecer con mejor clima para quienes África les corre por las venas y se les desparrama por toda la epidermis.
Desmoralizado, en más de una oportunidad pensó en aquel trayecto interminable de autobús, casi tres días, seguir viaje hacia Miami y de ahí retornar a su querido país. En esas cuitas no contaban los padres, ni la familia ni el qué dirán: solo el compromiso contraído con Horacio Martínez, el escucha que también firmó al primer pelotero dominicano en Grandes Ligas, Osvaldo "el Orégano" Virgil. La palabra empeñada tenía un peso mayor que los avatares de ese negro dominicano en tierras extrañas, racistas y con un idioma diferente.
Ya le había oído narrar algunas de sus peripecias en reuniones de amigos cuando mis andaduras como periodista. Con la gravedad de sus años, el relato en su voz es aún más dramático. A los peloteros de color e hispanos les estaba prohibido ingresar a los restaurantes de carreteras, y debían esperar en los parkings a que los compañeros les trajeran alimentos. Junto a tres afroamericanos, Felipe aguardaba en un monovolumen cuando el dueño del establecimiento los increpó para que se marcharan. Los norteamericanos aceptaron, pero este dominicano de los Bajos de Haina permaneció en el vehículo dispuesto a no doblegarse y en señal de rebeldía muda ante el desprecio de aquel empresario desalmado. Llegó la Policía, pero lo dejaron en paz cuando respondió en español, el único idioma que dominaba. En ese momento, confiesa, tomó la determinación que marcaría su vida. Con su desempeño y arte, vencería el racismo. No permitiría que nadie lo humillara. Estaba decidido a ser el mejor. Y lo fue.
Eran tiempos difíciles cuando lo subieron a Grandes Ligas en 1958 y llegó a San Francisco donde, no obstante su carácter liberal, aún se mantenía la segregación racial. Fue la etapa dorada de los Gigantes, con más latinos y afroamericanos que ningún otro equipo. Hasta que llegó como dirigente Alvin Dark, el famoso paracorto que aún vive. Hombre controversial y prejuiciado, la confraternidad que signaba la relación entre los jugadores puertorriqueños y dominicanos le sentaba mal. La camaradería propia de una cultura diferente, bullanguera, expresiva, le resultaba peor que un rebote inesperado de la bola cuando defendía el shortstop. Que hablaran español entre ellos le parecía igual que un bajo promedio de bateo o un slump, y lo prohibió. Se encontró de frente a "Peruchín" Cepeda y a Felipe, quien sin morderse la lengua le dijo que no, que nadie le impediría que se comunicara con su hermano Mateo en la lengua materna. Al final de la temporada en 1963 fue vendido a los Cerveceros de Milwaukee. El grupo afroamericano-puertorriqueño-dominicano fue desintegrado.
Cuarenta años más tarde exactamente, Felipe regresó a San Francisco donde los tres hermanos Alou patrullaron los jardines en un partido memorable para la dominicanidad, esta vez como mánager, posición que había ocupado por nueve años con los Expos de Montreal. El primer dominicano convertido en regular en las Grandes Ligas había completado el círculo. La gloria la había alcanzado cuando con su entereza, valor personal y orgullo bien fundado puso out a la discriminación y el racismo. Sin acopio de testosterona sintética